Graham Greene: la ruleta rusa de la literatura
No bien había acabado de leer el último libro de Graham Greene -Vias de escape, que es el segundo volumen de sus memorias descosidas- cuando estalló en Francia el escándalo de su libro siguiente, Yo acuso, que es, al parecer, un reportaje sigiloso sobre la corrupción en la muy corrupta y muy hermosa ciudad de Niza. El alealde de ésta -como cualquier canciller colombiano en una ocasión reciente- se apresuró a declarar que el gran escritor inglés, cuyos libros figuran entre los más vendidos del mundo, sólo estaba buscando publicidad para aumentar sus ventas. Graham Greene, que es refractario a toda clase de declaraciones dramáticas, reiteró para la Prensa las denuncias de su libro, y le puso un grave punto final al asunto: "Prefiero que me maten de un tiro a morirme de viejo en mi cama". La declaración, más que suya, parece de alguno de sus personajes. Hay que confiar, en que no sean muchos los franceses que compartan la opinión apresurada del alcalde de Niza, que ninguno de ellos le dispute a Graham Greene el derecho indeseable de morirse de muerte natural, y que todos terminen por entender que los escritores son una plaga imprevisible, incapaces de callar lo que a su juicio se debe decir.Graham Greene, a sus 78 años bien vividos, no podía menos que hacer lo que ha hecho durante toda su vida: escribir contra toda injusticia. Desde hace tiempo vive en Antibes, una ciudad marina a treinta kilómetros de Niza, muy cerca de donde vivió y murió Pablo Picasso, y donde han ido a morir por sus propios pies muchos artistas grandes de nuestro tiempo. Los elefantes tienen un sitio común para morir, y hasta allí llegan con el último aliento. En ese sentido se ha dicho muchas veces que la Costa Azul es uno de los más espléndidos cementerios de elefantes del mundo, y Antibes es uno de sus recodos más tranquilos y hermosos. Sin duda, quienes sabían que Graham Greene se había instalado allí desde hace muchos años no habían podido eludir la metáfora de los elefantes. Es cierto que casi cada año ha publicado un libro, y que hace apenas cuatro escribió la que para mí gusto es una de sus obras maestras: El factor humano. Pero no hacía declaraciones, no se le veía en sitios públicos, salvo en algún bar escondido cuyo propietario le conoce y le recibe siempre con un cóctel diabólico inventado por él mismo, y había logrado inclusive la dicha de que ya no le incluyeran cada año en la lista de candidatos al Premio Nobel. "No me lo darán nunca porque no me consideran un escritor serio", me dijo alguna vez, y es posible que tenga razón. Lo que nadie podía imaginarse es que aquel inglés colorado y de aspecto un poco distraído, que no se había convertido en un personaje típico de la región, como tantos otros artistas en reposo, seguía viendo más de lo que parecía, y escrutaba con su atención implacable las entrañas más oscuras y peligrosas de la ciudad.
A mí no me ha sorprendido. Primero, porque creo tener una cierta idea de cómo son los escritores por dentro. Aun en sus instantes más pasivos, cuando están tirados boca arriba en la playa, trabajan como burros. El mismo Graham Greene lo ha dicho: "Escribir es una forma de terapia: a veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, o los que no pintan componen música, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror pánico inherente a la condición humana". Rilke dijo lo mismo de otro modo: "Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba".
El libro sobre la corrupción de Niza no me ha sorprendido, en segundo término, porque Graham Greene ha estado en incontables lugares de este mundo -como periodista, como espía, como corresponsal de guerra, como turista simple- y todos ellos han aparecido más temprano o más tarde incorporados en la esencia de sus libros. Grahamn Greene lo reconoce en sus memorias, aunque se pregunta a su vez, como todo escritor, hasta qué punto era consciente de la búsqueda o el aprovechamiento de sus fuentes de inspiración. "Yo no las buscaba", dice: "tropezaba con ellas". Era muy difícil, por supuesto, que no tropezara con los bajos fondos de Niza.
No me ha sorprendido, en último término porque, de un modo consciente o inconsciente, Graham Green fue siempre a buscar sus fuentes de inspiración en lugares distantes y arriesgados. En cierta ocasión, siendo muy joven, jugó a la ruleta rusa. El episodio está contado sin dramatismos en el primer volumen de sus memorias, que llegan hasta cuando cumplió veintisiete años. Desde antes se había hablado de eso con cierta frecuencia, como una extravagancia de la juventud. Pero, si se densa con más cuidado, Graham Greene no ha dejado casi nunca de jugar a la ruleta rusa: la mortal ruleta rusa de la literatura con los pies sobre la tierra. El último episodio es, sin duda, este libro sobre la cara oculta de Niza, que tantos lectores de Graham Greene estamos ansiosos de conocer.
Es difícil encontrar en este siglo un escritor que sea víctima de tantos juicios apresurados como lo es Graham Greene. El más grave de ellos es la tendencia a que se le considere como un simple escritor de novelas de misterio, y que, aun si así fuera, se olvide con tanta facilidad que muchas novelas de misterio circulan por los cielos más altos de la literatura. Pero el más injusto de esos juicios es el de que Graham Greene no se interesa por la política. Nada más falso. "A partir de 1933", dice él mismo, "la política fue ocupando un lugar mayor en mis novelas". De su permanencia en Vietnam como enviado del Times de Londres para escribir sobre la guerra de independencia contra los franceses nos quedó su novela El americano impasible. El más dlstraído de los lectores debería darse cuenta de que esa novela no es sólo una representación literaria de aquel drama humano, sino una visión profética de la intervención posterior de Estados Unidos en la vida privada de Vietnam.
En este aspecto, Graham Greene nos concierne a los latinoamericanos, inclusive por sus libros menos serios. En El poder y la gloria dejó plasmada una visión fragmentaria, pero muy conmovedora, de toda una época de México. Comediantes es una exploración en el infierno de Haití bajo la tiranía vitalicia del doctor Duvalier. Nuestro hombre en La Habana es una mirada fugaz, pero de una ironía amarga, sobre el burdel turístico del general Fulgencio Batista. El cónsul honorario fue una de las pocas noticias que la literatura nos ha dado sobre el despotismo oscuro del general Stroessner en el Paraguay. Por todo esto alguna vez le pregunté si no se consideraba un escritor de América Latina. No me contestó, pero se quedó mirándome con una especie de estupor muy británico que nunca he logrado descifrar.
Cuando se firmaron los tratados del canal de Panamá, hace cuatro años, Graham Greene y yo viajamos a Washington como invitados personales del general Omar Torrijos. Para ambos fue una buena ocasión de entrar en Estados Unidos sin formalismo de inmigración: ambos tenemos limitado nuestro ingreso por motivos que ni el uno ni el otro conocemos muy bien. Nunca olvidaré el alborozo de niño travieso de Graham Greene cuando desembarcamos en la base militar de Andrews, cerca de Washington, con nuestros pasaportes oficiales panameños válidos por esa sola vez, y entre las músicas marciales y el saludo de rigor de veintiún cañonazos. "Estas cosas sólo le pasan a uno", pensaba yo, muerto de risa, mientras la peridista Amparo Pérez trataba de sacarme una declaración trascendental. Graham Greene, en cambio, se inclinó hacia mí, menos serio que yo, y me dijo en francés: "Estas cosas sólo le pasan a Estados Unidos". Esa misma noche, un grupo de amigos tuvo que ocuparse de él, porque quería asistir a una recepción oficial en la Casa Blanca sólo para mentarle la madre al general Pinochet. No es extraño, pues, que un hombre así haya escrito ese libro sobre la cara oculta de Niza, que sus lectores asiduos y devotos del mundo entero estamos ansiosos de leer.
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