Roosevelt, cincuenta años después
LA HISTORIA -a la que frecuentemente se atribuyen facultades irónicas- ha querido que el centenario del nacimiento de Roosevelt -30-1-1882- y el cincuentenario de su elección cómo presidente de Estados Unidos coincida con el mayor esfuerzo para borrar sus huellas en la política, la economía y la sociedad que configuró y en el orden mundial que soñó con establecer. La forma del capitalismo liberal, de concurrencia despiadada de lucha de todos contra todos, el imperio del dinero, se hundieron con la gran depresión de 1929; Roosevelt restauró el país sobre unas nuevas bases que suponían la intruducción de un cierto dirigismo, que sus adversarios consideraron socialismo -y más tarde le llamarían hasta rojo y comunista-, para limitar el capitalismo salvaje; introdujo una nueva fiscalidad, un principio de seguridad social, una nueva vía para que el dinero fuese a aliviar el paro mediante obras públicas, unos subsidios para la desfalleciente agricultura y unos estímulos para las pequeñas empresas. En política internacional, Roosevelt decidió reconocer el poderío de la Unión Soviética, comenzó a basar las relaciones de su país con Latinoamérica en una mayor confianza, hizo una campaña contra el aislacionismo, inclinó claramente el país hacia las democracias frente al nazismo y, finalmente, entró en la guerra después de la provocación japonesa en Pearl Harbour.En torno a Roosevelt se creó una sociedad de gran riqueza intelectual. Despertó el anestesiado sueño americano y se fomentó un amplio idealismo reflejado en el cine -la época de vive como quieras-, en la literatura y en el teatro y el ensayo. Fue una edad de oro en Estados Unidos. Una enorme corriente de libertad, de individualismo positivo, de creencia en el hombre y sus derechos frente al poder omnímodo del dinero y las religiones que creían que el triunfo económico era la mayor prueba de la decisión divina recorrió el país y, desde él, el mundo. Roosevelt trató de cubrir el orbe con ese mismo idealismo, con ese mismo positivismo: los textos fundacionales de las Naciones Unidas -la Carta de San Francisco, las nuevas premisas para la revisión de la Carta de Derechos Humanos- fueron rooseveltianos: abolición de las diferencias por sexo, raza o color, por diferencia de tamaño y población de las naciones. La realidad, en todos los casos, fue siempre Por debajo de los textos, y, la verdad, es que la grandeza soñadora de Roosevelt nunca llegó a una mínima parte en las realizaciones.
Pero Roosevelt ya no estaba allí. Murió en 1945, trece días antes de la fecha que él mismo había fijado para la promulgación de la Carta de las Naciones Unidas. Desde ese mismo momento comenzó la revisión del mundo que había tratado de crear: por una parte, por el conservadurismo de Churchill, que le sobrevivió, pero dentro de su propio país por la ascensión al poder de su vicepresidente, Truman, que adquirió otro tipo de grandeza y de importancia global por tres hechos: la decisión de lanzar las bombas atómicas sobre Japón, la entrada directa en la organización europea por la doctrina Truman y el principio de la guerra fría en la Conferencia de Postdam.
Después de Truman, Eisenhower y luego Nixon trataron de enterrar a Roosevelt, mientras que Kennedy y los primeros años de Carter buscaban la forma de resucitarlo. No podría asegurarse que el asesinato de Kennedy y la defenestración simbólica de Nixon no hayan formado parte de la gran lucha entre las dos Américas.
El golpe más rudo a lo que Roosevelt significó se lo ha dado Reagan, apoyado por unas maquinarias internas del conservadurismo más cerrado y, sin duda, por una corriente popular de votos. Desde la conducción de la economía y el esfuerzo de regreso al capitalismo salvaje hasta la tensión mundial elevada al grado máximo y el rearme moral que tiende a reprimir la ética del vive como quieras, todo va dirigido contra aquellas grandes esperanzas y sus residuos. Es imprescindible decir aquí que Reagan no puede colmar esa resurrección -ya tiene asombrosas críticas conservadoras por su blandura y sus concesiones-, porque la dinámica de vida no es tan fácil de anegar, y una parte de la sociedad norteamericana está todavía impregnada del eterno ideal. Esta revisión y este asaltó no son definitivos.
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