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Así fueron los hechos

"Ajusticiado por terrorista. Igual suerte correrá el embajador de España". Con este cartel sobre el pecho acribillado a balazos apareció en el campus de la Universidad de San Carlos de Guatemala, el 1 de febrero de 1980, el cadáver del campesino guatemalteco Gregorio Juyá. Veinte hombres armados, cuyas identidades nunca se han conocido, secuestraron el cuerpo horrorosamente quemado, pero todavía vivo, del infortunado Gregorio, de una sala del hospital Herrera Llerandio.A muy pocos metros de esta sala, Máximo Cajal, embajador de España, convalecía postrado en medio de una profunda conmoción y con quemaduras graves en su cuerpo. Ya era el último superviviente. La muerte volvió a pasar veinte veces frente a su puerta. Milagrosamente se había salvado del asalto de la policía guatemalteca contra la Embajada española. Veintisiete campesinos y estudiantes, y una monja, habían ocupado la sede diplomática hispana un día antes. Su objetivo era el de dar a conocer al mundo el expolio y el genocidio del Gobierno del dictador Romeo Lucas contra el pueblo del Quiché.

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De nada sirvieron las peticiones del embajador a los trescientos policías que rodeaban la Embajada para que permitieran salir a los ocupantes. La respuesta fueron los hachazos de los policías contra las puertas de la Embajada, para desvencijarlas y allanar territorio español. Tampoco sirvieron los gritos desesperados del ex vicepresidente de Guatemala, Eduardo Lennhoff, atrapado dentro junto al ex ministro de Exteriores, Adolfo Molina.

"Que no me se moleste para nada", decía en aquellos instantes a su secretaria Donaldo Alvarez, ministro del Interior de la dictadura, cuando desesperadamente desde Madrid el ministro español de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, le llamaba para tratar de impedir el asalto.

Los campesinos y sus diez rehenes han ido retrocediendo hacia la exigua sala del archivo de la Embajada (tres metros por dos), acosados todos como presas por los jadeos de los que vibran ya al saber que la sangre correrá pronto. De los ocupantes salen gritos de pavor. Los hachazos permiten ver ya los cañones de los revólveres por entre la puerta y la cristalera superior de la sala.

Uno de los encerrados lanza una botella de gasolina contra la puerta. Quieren quemarla con una cerilla, pero Máximo Cajal la pisa contra el suelo. Unos segundos después, un fogonazo ciega los ojos de las 41 personas que se hacinan inhumanamente dentro de la salita, mientras de sus gargantas salen gemidos de terror. ¿Napalm, fósforo? Suena el fuego graneado de las metralletas. Ya no es necesario. 39 cuerpos son, segundos después, una sola brasa.

Pero no ha sido suficiente. Cajal ha logrado saltar ciegamente hacia adelante, sobre el fuego. Vive. Atrás ha quedado, fundido con los otros cuerpos, el cadáver de Jaime Ruiz del Arbol, el diplomático español que empleó cinco años de su vida en acercar nuestro pueblo al pueblo de Guatemala.

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