Una paradoja
Cuando lbsen escribió El pato silvestre (1885: tenía 56 años) se enfrentaba con lo que uno de sus personajes llama epidemia de defensa de unos valores, de un ideal, palabra que aparece continuamente en esta obra con carácter negativo. Hay que entenderla en su contexto, en su época y en su lugar. Ese ideal era el de unos valores conservadores, capaces de apagar toda innovación: un conservadurismo de plomo, diría años más tarde Knut Hamsun, donde "las ideas desgastadas mueren de una muerte lenta" (Kristian Elser); frente a estas ideas se alzaba una edad de oro de la literatura escandinava con escritores valerosos. "Realizan un asalto: cuentan, reorganizan, unen y despliegan sus fuerzas. Los críticos, Brandes entre ellos, hablan de su acción en términos casi militares" (Leo Thoorens).lbsen utiliza en El pato una paradoja: el defensor de la verdad -verdad oficial, valor religioso y social- es el malo, el que al poner de relieve la necesidad de referir a las gentes como son, y sus circunstancias como han transcurrido, privándoles de ilusiones, autoengaños o inocencias, ocasiona el drama. El contrapunto lo lleva un dudoso doctor, bohemio y borracho, que mantiene la tesis de que son necesarias las "mentiras vitales". Se añade a esta deliberación de la paradoja el hecho clásico de que el mal esté en los ricos, en la clase con poder, y el bien en los pobres. En torno a este combate de fondo hay unos personajes naturalistas y una colección de símbolos: el desván como refugio de la fantasía, visto a veces como "el fondo del mar" y relacionado con otra fantasía, la del holandés errante; y también con el símbolo del pato silvestre al que no se dejado morir, herido ya, en el fondo, porque el perro le sacó de allí -el perro, en este caso, es el malo que con su verdad trata de rescatar al ser herido-; la ceguera como significación de una humanidad que camina a tientas -Buero Vallejo sabe mucho de eso; no es de extrañar que se haya fijado en esta obra de lbsen y que haya dado la versión que era de esperar de él: pulcra, limpia, respetuosa-; la ironía contra los que no supieron suicidarse a tiempo, y el horror y la piedad para la niña que sí se suicida para culminar la tragedia; la palabra de la religión puesta en un sacerdote relapso que se justifica con la embriaguez y creyéndose endemoniado...
Henrik Ibsen: El pato silvestre
Adaptación de Antonio Buero Vallejo. Intérpretes: Manuel Andrade, Francisco Olmo, José Luis de la Fuente, José Bódalo, Ana María Ventura, Ricardo Alpuente, Alfonso Castizo, José Morales, Andrés Mejuto, Manuel Galiana, Manuel Tejada, Juan Carlos Montalbán, Encarna Paso, Nuria Gallardo, Antonio Iranzo, Santiago Álvarez, Pedro Luis Lavilla, José Antonio Cobian, José Gonzáles Ibáñez, Rafael Ramallo Pantoja. Escenografía de Gustavo Torner. Figurines de Elsa Ruiz. Dirección de José Luis Alonso. Estreno: Teatro María Guerrero (del Ministerio de Cultura), 26-2-1982.
Todo esto parece que ya era difícil de comprender en su tiempo, en el que se habló de una "debilidad técnica" de esta obra de Ibsen.
Lo que queda intacto es el valor teatral: es decir, la narración, y las moralejas más inmediatas. Es un teatro, claro está, a la vieja usanza -un día fue vanguardia-; sólido, imaginado y construido por un solo autor -en ese momento no existía la división de trabajo que caracteriza el teatro actual-, con una densidad y una riqueza; no ahorra personajes, ni mucho menos palabras. Se piensa, se ve, se vive hoy con otro ritmo, y el lenguaje dramático -en el cine, la televisión o el teatro- tiene apócopes y economías; esta forma de ver puede perjudicar a lbsen -lentitud, escenas aparentemente inútiles- pero también permite verlo como parte de tina tradición que se ha desvíado, de un teatro que, queriendo enriquecerse -por el espectáculo, por la velocidad, por la necesidad-, se ha empobrecido.
José Luis Alonso ha dirigido El pato silvestre con, respeto y amor. No oculta su profundo respeto por la pieza de museo, y hasta en su manera de colocar los actores o de respetar las escenas de antecedentes rinde tributo hasta a los vicios del teatro antiguo. La escenografia de Torner es de vina gran belleza: y la interpretación ofrece un conjunto medio aceptable, con excepciones hacia abajo -Manuel Tejada, subrayando y enfatizando su papel- y hacia arriba: entre ellas, la de Nuria Gallardo, principiante que arrebató al público y que lloró de emoción al final, entre las ovaciones, en lo que puede ser el principio de una brillante carrera; y también, los niveles altos de siempre en Encarna Paso, Bódalo, Mejuto, Iranzo, Galiana...
Babelia
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