La Iglesia se autocritica
Estamos empezando la «celebración» (si así puede llamarse) del quinto centenario de la primera hoguera inquisitorial, que para vergüenza del que esto escribe (sevillano de La Puerta de la Carne) tuvo lugar en Triana (en la jurisdicción de la parroquia de Nuestra Señora de la O, de la que el que esto escribe fue párroco en aquel tiempo).
Sin embargo, para compensar este ineludible complejo de culpabilidad, en cuanto miembro activo de la Iglesia católica en España, recibo gozosamente, enviado desde la misma Casa de la Iglesia de Madrid, un libro curioso, atrayente y discutible al mismo tiempo. Se titula, simplemente, Analizar la Iglesia.
Es un proyecto abierto que la HOAC ofrece a toda la Iglesia española (laicos, religiosos, sacerdotes, obispos, teólogos y sociólogos,) con la finalidad de discutir, criticar y confrontar.
En un momento de desencanto general por el hecho, desgraciadamente harto frecuente, de que grandes e importantes colectivos políticos de nuestra democracia niña se endurecen en sus estructuras internas y se ven tentados a encender la mecha para hacer prender nuevas piras inquisitoriales, no deja de ser consolador y relajante comprobar que la institución, que a lo largo de siglos ha dispersado en sus hogueras las cenizas de nuestros mejores creadores, no sólo en el orden cultural laico, sino en el ámbito de la propia teología y de la mística, ahora se sienta, pacífica y serena, a reflexionar sobre sí misma, sin miedo a los viejos fantasmas de cismas y herejías, cuyos fautores, en muchos casos, resultaron después los más representativos de su historia.
Lógicamente, el libro está hecho para ser discutido. Y discutido a la luz del día, no ya en los cubiles secretos de los despachos insonorizados de una misteriosa nomenklatura.
La comisión general de la HOAC, que lanza al aire libre la total transparencia de la Iglesia, es la primera en autocriticarse implacablemente, declarándose dispuesta a recibir todas las observaciones que se le envíen.
Es natural que muchos miembros y sectores de la Iglesia católica no compartan esta actitud -humana y evangélica- de ponerlo todo en el escaparate, siguiendo el consejo de Jesús: «No los temáis, pues, porque nada hay oculto que no venga a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse» (Mt, 10,26). No siempre se tiene la fe profunda suficiente como para andar sin las muletas de una angustiosa apologética que haga creíble y aceptable la mercancía que ofrecemos. De aquí vienen los secretos de algunas instituciones eclesiásticas, que, al encerrarse en el seudo-misterio, se exponen con razón a ser objeto de las mitologías periodísticas más inverosímiles.
No. La mayoría de los responsables de la Iglesia católica en España ha abierto las ventanas de los viejos palacios señoriales, no ya para que les entre aire (que buena falta les hacía), sino para que de ellos salga toda la verdad -buena y mala- de la realidad de su propia historia.
Fue la postura del viejo y delicioso papa Juan. No tuvo miedo a que la Iglesia se «destapara» urbi et orbi, obteniendo el increíble resultado de una novedosa aceptación por parte de elementos hasta entonces no solamente ajenos, sino tremendamente hostiles a la Iglesia católica.
Enhorabuena, pues, a la actitud autocrítica de nuestros responsables eclesiásticos, que, actuando así, no sólo mejorarán la imagen pública de la Iglesia y harán más creíble su mensaje, sino que, al mismo tiempo, darán un buen ejemplo a tantos grupos políticos, que, se ven ahora impulsados a empalmar por lo civil con las detestables mañas pirómanas de la felizmente extinta Inquisición.
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