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Constructores de sueños

En el encuentro entre intelectuales castellanos y catalanes que se celebró en Sitges -auspiciado por la Generalidad de Cataluña- se podía ver, desde arriba, un exceso de calvas, de melenas canas y, sobre todo, de espaldas que se encorvaban bajo la losa de la historia que les ha tocado vivir. Algunos de los "castellanos" que allí estaban expresaban con angustia casi existencial el mítico deseo de diálogo entre dos comunidades que se saben diferentes. "Diálogo", dijo don Pedro Laín; "diálogo", confirmó Salvador Espriu. Algo bien lejano de la "conllevancia" orteguiana, palabra que, como muy bien recordó María Aurelia Capmany, suena de manera horrorosa en catalán.Como Atlas, los castellanos allí presentes tenían que cargar con un pasado histórico que no crearon. Por lo menos en cuanto a individuos, pues me es dificil imaginar a Miguel Delibes representando el papel de colonizador en la vanguardia de los lanceros bengalíes. Sin embargo, la gran mayoría de los "castellanos" allí presentes no tienen en la actualidad ninguna clase de poder, y sólo les queda la buena voluntad -con algo de sentimiento trágico de la vida- de intentar entender lo que no mamaron desde chicos. El profesor Aranguren, que todavía conserva en su rostro los trazos de su hermosa fealdad juvenil, recordó en Sitges lo que había repetido infinidad de veces en otros encuentros parecidos. Es decir, que los catalanes no tenemos por qué pedir favores, sino que tenemos que imponer lo que somos. Maravilloso sueño construido en su mente liberal. Otro decano de los perdedores, el señor Ruiz-Giménez, afirmó que el espíritu de la Constitución es fundamentalmente federativo, carta a la que se apuntó con ardor Ignacio Sotelo, más romántico si cabe. Otro constructor de sueños, Jordi Carbonell, abogó por la independencia, con aquello de "cada uno en su casa y Dios en la de todos".

Más poético estuvo don Pedro Laín Entralgo, que habló de Montserrat y de Rupit. Soñador de soñadores, don Pedro habló del "mundo visible catalán", que le enriqueció a él a través de amistades inolvidables, personales, intransferibles, y el dulce sabor de la nostalgia planeó durante unas horas en Sitges. Pero quizá don Pedro, voluntarioso regeneracionista, nos habló de una Castilla que ya no existe y de una Cataluña que está a punto de perecer. No sé. Joaquim Molas contó, con su habitual paciencia académica, por qué éramos distintos, y dijo algo que casi hizo llorar de angustia a Ignacio Sotelo, que parece que va por la vida buscando la identidad perdida, la cual se perdió mucho antes de que el ideal de "España" se concentrara en el ideal de "Castilla". Joaquim Molas afirmó que con la restauración feneció el último movimiento que abogaba por una empresa común. Luego empezarían, en cortocircuitos, conatos de diálogo, más personales que colectivos.

Y es que don Pedro Laín Entralgo habló a los catalanes de un ancho mar maragalliano que ya no existe, sino una especie de caldo estanco en donde los peces agonizan lentamente. Y Rupit ya no es Rupit, sino un ensamblaje de cartón piedra reconstruido por los tenderos de turno. Y Dionisio Ridruejo y Carles Riba han

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muerto ya. Josep María Castellet, extraviado en la generación intermedia del alcohol y los suicidios, dijo que para él Barcelona y Madrid eran ciudades perdidas y que París le parecía casi un destino final. A veces parecía como si el último "forastero" que hubiera entendido a los catalanes fuese don Miguel, me refiero a Cervantes. Pues todos sabemos que Unamuno hizo lo que pudo y a veces bien poca cosa.

Los jóvenes del encuentro -y algunos no tan jóvenes- expresaron con menos angustia un diálogo que a veces se da, y otras no. El vasco Sábada afirmó que una cosa es la tolerancia y el respeto y otra obligar a los demás a que sientan lo que no sienten. Narcís Comadira, más cauto, apostó por el amor libre en la cuestión de las patrias, mientras que Oriol Pi de Cabañas emocionó a la concurrencia con una frase de Ramón Llull: "Si no nos entendemos por el lenguaje, entendámonos por el amor". En realidad, la gran mayoría de los intelectuales que nos encontramos en Sitges temamos una gran dosis de amor y no sabíamos qué hacer con ella. Todos disimulábamos como locos algo que es comun en la mayoría de los intelectuales, cualquiera que sea el lugar donde han nacido: me refiero al sentimiento de extranjerización. Y había algo que se obviaba: que el sentimiento amoroso es una cosa, y Martín Villa y sus funcionarios, otra. Don Pedro Laín y yo podíamos amarnos arrebatadamente y platónicamente porque los dos nos sabíamos impotentes. Es decir: que ninguno de los dos podemos cambiar lo que otros deshacen con sus leyes y sus impugnaciones. Don Pedro Laín no nos va a dar más horas en catalán para nuestra televisión, don Pedro Laín es demasiado bueno para estas cosas.

Dije en Sitges que estaba harta de tener que explicar que soy catalana, casi tanto como tener que escribir lo que es ser mujer. A estas alturas, Señor, y que las palabras hayan variado tan poco. Sólo los que organizaron la broma macabra del manifiesto sobre la posible extinción del castellano en Cataluña me ayudan a seguir afirmando lo que se rompe en centenares de fragmentos en mi interior. Sería bueno que la cultura catalana y la castellana -que son múltiples, contradictorias y cambiantes- actuaran como dos iguales, o sea, que siguieran el proceso natural entre los hombres y las mujeres: rechazo, fascinación, atracción o repudio. Pues no hay por qué amar lo que, no se siente. Pero sí reconocerlo como igual. Y basta.

Salvador Espriu dijo en su escrito final que quizá todos somos algo románticos y que no nos tenemos que avergonzar por ello. Quizá sea cierto: nuestra común falta de poder nos lleva a expresar en palabras los anhelos más irreconciliables en la vida. Creo que en Sitges hubo más poetas que políticos, más constructores de sueños que otra cosa. Como dijo una vez Pere Quart: un político no puede decir lo que piensa, un poeta sí que lo puede hacer, porque la única manera de ser in dependiente y libre es seguir siendo pobre. Vamos a ver si los ricos y los políticos escuchan esta vez a los poetas que se reunieron en Sitges y les ayudan para que no se vayan a morir a París.

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