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Tribuna:Una experiencia musical con el ordenador / 1
Tribuna
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Donde la libertad se muerde la cola

Durante los meses de febrero y marzo próximos se estrenará en varios lugares de Francia la obra musical de Luis de Pablo Tornasol, realizada con un ordenador. El compositor español, que ha trabajado en la aplicación del ordenador a la composición musical para diversos organismos, entre ellos el Laboratorio de Investigación y Creación Musical del Centro Pompidou, de París, cree que el ordenador va tan lejos que obliga a cualquier creador a tener que replantearse desde cero todo lo que signifique el lenguaje musical.

En el año 1980 recibí un encargo del IRCAM -el Laboratorio de Investigación y Creación Musicales del Centro Pompidou parisiense, y cuyas siglas significa Instituto de Investigación Coordinada Acústica-Música-, para componer una obra con destino a su conjunto, el Intercontemporáneo. El IRCAM dispone de uno de los mejores laboratorios electroacústicos digitales -o sea, procesados por ordenador- de Europa, y aun del mundo. Se me pedía que, una vez familiarizado con la máquina, compusiese algo libremente.No era la primera vez que me acercaba al ordenador. En la segunda mitad de los años sesenta asistí a unos cursos para artistas que sobre el tema se impartieron en el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid. Esta ex periencia fue proseguida más tarde en el mismo centro. Pero yo no pasé, la primera vez, del estadio de fabricación de estructuras vacías, o sea, el ordenador daba unos resultados escritos que había que reescribir con notas, y la segunda, del empleo de los bip como fuente sonora. Así, recompuse mejor o peor los primeros compases del Adagio de la 2ª sinfonía, de Schumann.

La elección fue debida al cromatismo de la pieza: quería saber hasta dónde se podía llegar en la fidelidad de alturas. La experiencia sirvió para demostrarme por una parte, que siempre he sido malo en matemáticas, y por otra, que no me interesaba en absoluto el ordenador como facilitador de un proceso de compo sición que, francamente, me divertía mucho más hacer a mano yo solo.

Lo del IRCAM era distinto. Allí, como hoy es regla, el ordenador es un instrumento musical lo que se obtiene de él son sonidos, controlables como ningun otro puede serlo. Pero, a qué negarlo, no dejaba de tener mis reservas respecto de la máquina quizá simplemente por mi total inexperiencia en el lenguaje de la misma.

Posibilidades incalculables

El IRCAM me invitó a un curso de dos meses, al que asistí puntualmente el verano de 1980. Al final del mismo estaban claras dos cosas: yo no podía aprender el lenguaje del ordenador en tan poco tiempo y las posibilidades de éste se perfilaban tan incalculables que era quimérico pensar en una visión de conjunto de las mismas. Lo que por fortuna también se evidenció es que el contacto con la máquina fue un acicate, casi un terremoto, para mis capacidades creadoras.

El ordenador va tan lejos que obliga a cualquier creador a tener que replantearse todo lo que un lenguaje significa desde cero. Es casi seguro que habrá compositores para los que tal experiencia sea repelente y hasta imposible. Pero la verdad es que yo, en la medida de mis fuerzas, no he hecho otra cosa en mi vida. Para mí, pues, el ordenador era casi la hora de la verdad en mi sentir musical más profundo. Pero entiéndaseme bien: no quiero decir con ello que la máquina me hubiese mostrado, un camino al que antes sólo hubiese llegado a presentir. No, lo que quiero decir es simplemente que el ordenador iba a ser una verificación neutra de la eficacia de muchas de mis técnicas, que, sin duda, podían incluirlo, pero que no lo necesitaban vitalmente para existir. Algo así como la prueba del nueve...

Concebí mi obra como un universo doble: instrumental (flauta, flauta baja, clarinete, clarinete bajo, violín, violoncello, viola y contrabajo) y en cinta. El ordenador iba a estar presente sólo en ésta. Su papel sería el de completar el mundo sonoro al que los instrumentos no tenían acceso y que yo había concebido sobrepasando delib e radam ente sus posibilidades.

Por ejemplo, partirnos de un mundo dímbrico instrumental bien conocido. El ordenador lo completa con sus grados intermedios, produciendo timbres híbridos. Esta tarea de mediador se aplica también a las alturas: tras ordenar los registros de la obra, quedaban zonas en las que sólo eran posibles intervalos de segunda, al mismo tiempo que era absolutamente necesaria una polifonía compleja... ¿Cómo resolver esta antinomia sino con los microtonos?

En tal terreno, con contadas excepciones, es un tanto quimérico, pedir precisión al instrumentista. El ordenador me los daba con absoluta fidelidad. Más aún: desde 1960, componiendo Radial, había concebido la posibilidad de una forma en perpetua expansión, a base de la técnica aleatoria tal y como yo la entendía, o sea, como algo que se hace delante de quien lo escucha -ya sabemos que el intérprete tradicional recrea una partitura fija con su versión, pero yo quería variar de verdad la estructura de mi música sin romper su identidad.

La cosa, para ser factible en lo instrumental, hubiera necesitado de un grupo a mi servicio, sin límite de tiempo, incluso sin obligación de dar conciertos, sino tan sólo de trabajar conmigo por tiempo indefinido. Yo les diría algo así como: «Os marco unos períodos de tiempo, irregulares o no. En el interior de cada uno os doy un material variable, a veces para todos igual, a veces para todos distinto: unas veces, tal ritmo, al que aplicaréis tal y tal altura; otras, esta nota tenida; otras, este tipo de figuración... Y todo ello lo leeréis a través de las dinámicas tal y tal y en tal registro, con tal velocidad, igual o diferente para cada uno». Y luego, con tiempo, observar resultados.

Ya se imaginará que tal investigación suponía unos medios de fortuna que yo no tenía, ni tengo. Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, allá por los inicios del siglo XVII, se dedicó a experimentar con su capilla de cantores sus audaces ideas armónicas. Bueno, él era príncipe, y yo, sólo compositor. Dentro de ese espíritu creo haber llegado lo más lejos que me fue posible con medios tradicionales. El ordenador me ofrecía en bandeja la posibilidad de llegar hasta el fin de la experiencia. No era poco.

El IRCAM, con la eficacia y sentido práctico bien conocidos de su director, Pierre Boulez, parte de la base de que pocos -¡pocos!, yo diría ninguno...- compositores de cierta edad están familiarizados con el lenguaje del ordenador. Así, pone a disposición de cada uno de los invitados un tutor, como allí se dice. El mío fue el joven compositor canadiense Denis Lorrain. Su ayuda me fue inestimable. Y lo demás, con mucho, muchísimo trabajo, fue coser y cantar.

En verano del presente año volví al IRCAM y realicé la parte de cinta de la obra. No me detengo a comentarla: sólo diré que se llama Tornasol y que será presentada en Francia en varios lugares, en febrero y marzo próximos. Espero que algún día sea conocida también en estas tierras.

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