Por tierras de Cataluña
Don Miguel de Unamuno añadió a lo de que no hay paisaje sin historia lo de que no se conoce bien la historia sin transitar por el paisaje en donde ocurrió. En breve recorrido finisemanal y pontificio (haciendo puente) visité los hitos relevantes del románico catalán y los panteones reales de su dinastía. ¡Qué unilateral ha sido nuestra enseñanza de la historia, al marginar inconsciente pero firmemente a los grandes monarcas de Aragón y Cataluña en cotejo con los reyes castellanos! En los soberbios enterramientos de Poblet y Santas Creus se descubre un elemento decisivo del ser de España al contemplar aquellos sepulcros dignamente resucitados por la conjunción del mecenazgo y del arte. Pere el Gran es el rey que mayor fascinación ejerce sobre los visitantes desde su insólita bañera de pórfido egipcio, faraónico y oriental, con su fiel almirante Roger de Lauria recostado a su vera después de haber logrado la supremacía naval del Mediterráneo de su tiempo. En una capilla de Poblet vimos la endeble momia del Príncipe de Viaria, envuelta en pobre sudario y deformada por las sevicias perpetradas. Aquellos restos patéticos sugieren las otras perspectivas que pudo tener en los tiempos medievales el proceso de nuestra unificación política como nación.De Ripoll, adonde subimos, con su soberbio pórtico cargado de símbolos y pasajes bíblicos, que pueden leerse como un códice miniado, dos llegamos a San Pedro de Roda, grandioso monumento en ruinas; esotérico, gigantesco, que guarda una clave última, no desentrañada, a mi parecer, acaso de un basamento pagano o quizá de un inmenso faro de señales hacia los navíos que llegaban del Oriente con sus cargamentos. Y luego, al otro lado de la frontera pirenaica, San Miguel de Cuixá, con su medio claustro de color de rosa, amputado por las exportaciones a Norteamérica, que llevaron los capiteles desde el Canigou a las orillas de río Hudson.
Quise conocer el escenario geográfico en que se desarrollaron dos episodios de nuestra historia política moderna. El que sirvió en 1814 de comienzo a un reinado que inició una era desdichada de contiendas civiles entre los españoles y el que cerró el último capítulo de ese largo período de interiores desgarramientos. Ambas efemérides tuvieron lugar en tierras de Cataluña, por donde en tantas ocasiones a lo largo de la historia entraron y salieron invasiones, ejércitos, movimientos de cultura y de religión y migraciones de pueblos. La llegada de Fernando VII a su reino tuvo lugar a orillas del río Fluviá, al sur de Figueras, junto al pueblo de Báscara. Fue una mañana fría y nublada del 24 de marzo de 1814. Las naciones de Europa seguían con patético interés el gradual derrumbamiento militar del imperio napoleónico después de la batalla de Leipzig. Mientras Bonaparte ganaba tiempo en una serie de brillantes combates defensivos dentro ya de Francia, frente a la avalancha de los aliados, una intensa negociación diplomática trataba de poner fin a las hostilidades con las llamadas bases de Francfort. Se quería volver, por parte de los vencedores, a establecer un orden europeo que rectificase en lo posible la irrupción revolucionaria de los ejércitos franceses en toda Europa, con la drástica modificación que habría supuesto en el trazado de las anteriores fronteras nacionales y del continente.
Napoleón necesitaba angustiosamente más tropas para retrasar todo lo posible la derrota última. En la España regida teóricamente por su hermano José, pero gobernada ya en gran parte por la regencia de las Cortes de Cádiz, la fulgurante campaña dirigida por Wellington, como general en jefe de la alianza hispano-británico-portuguesa había expulsado en pocos meses a una gran parte del ejército invasor de la Península, llevando a las fuerzas liberadoras, después de las batallas de Vitoria y San Marcial, a las líneas del Adour y del Nive, dentro del territorio francés. Wellington era un general temporizador en su estrategia, según decían sus críticos españoles. No era, por lo común, rápido y espectacular en sus movimientos, sino pausado y tenaz, seguro y resistente. El mariscal Soult defendía entonces el suroeste francés, desde Toulouse a Bayona. Pero en el Levante español las fuerzas napoleónicas se conservaban todavía intactas en el ejército de Suchet, que ocupaba, entre otras, las plazas de Barcelona, Mequinenza, Monzón y Figueras, y los pasos del Pirineo oriental. Napoleón, hábil calculador, pensó que había llegado el momento de pactar con el príncipe -como era llamado Fernando VII-, ofreciéndole la libertad y el regreso al trono de España a cambio de un tratado hispano-francés que rompiese la vigente alianza con Inglaterra, realizase una paz separada con Madrid y pasase una esponja de olvido sobre: la gran tragedia -que no había terminado-, y permitiera a Suchet reunir 20.000 o 30.000 hombres, sacándolos de España para que acudieran en socorro del París amenazado por prusianos, austriacos y rusos.
Un experimentado diplomático francés fue el encargado de esta delicada misión. Laforest había sido embajador de Napoleón en la Corte del rey intruso. Sus memorias son un importante documento para conocer al detalle la historia poco edificante de ese oscuro y tenebroso episodio. Quien quiera conocer de primera mano el clima en que se llevó a cabo la tortuosa negociación, encontrará en esas páginas más de un motivo de sorpresa y de sonrojo. El llamado Tratado de Valeneay no fue aceptado, como es sabido, por la regencia qqe presidía el cardenal don Luis de Borbón, por considerar nulos cuantos actos llevara a cabo Fernando VII durante su cautiverio en Francia. Fracasó el duque de San Carlos en su misión desde Valençay a Madrid, y regresó con las manos vacías al punto de partida, encontrando a los dos infantes, don Antonio y don Carlos, y al propio rey vivamente contrariados por el rechazo. Pero el desenlace de la guerra iba deprisa y Bonaparte pensó que la liberación de los cautivos regios sería en todo caso un gesto hábil que le daría una cobertura a sus espaldas, dividiendo a los aliados. De paso, y sembrando un recelo entre ellos, rescataba unos miles de soldados. Bien valía la pena soltar al monarca, aunque no se hubiese establecido un tratado formal entre París y Madrid.
Fernando VII salió de Valengay en compañía de su hermano, el infante don Carlos, y de su tío don Antonio Pascual -el del famoso mensaje de mayo de 1808, que terminaba diciendo: "¡Dios nos la dé buena! ¡Hasta el valle de Josafat!", camino de Perpiñán y de Figueras. El mariscal Suchet se encargó del dispositivo de llegada del lado francés. Frente a él, en la orilla sur del río, esperaba el ejército español, mandado por Copons y Navia, el ilustre soldado cuyas Memorias, escritas en tono de diario, las publicó su hijo años después de su muerte. Allí se relata puntualmente el episodio del que Copons dice: "La historia no presenta un suceso parecido a la entrada del rey Fernando en España de vuelta de su cautiverio. Llegó la comitiva desde Perpiñán -donde quedó en rehenes el infante don Carlos para garantizar la libre salida de las guarniciones francesas sitiadas en Cataluña-, escoltada por el mariscal Suchet con su estado mayor y un escuadrón de granaderos imperiales, hasta Figueras, donde pernoctaron. Al día siguiente, 24 de marzo, tuvo lugar la ceremonia. El despliegue de los soldados napoleónicos se hizo en una llanura de cultivo cereal que se extiende junto al Fluviá. Rindieron honores los batallones franceses, impecables de formación y atuendo, mientras sonaba la Marsellesa y se disparaban los nueve cañonazos. No había puente sobre el Fluviá, que bajaba crecido por las lluvias y el deshielo, sino una barca de peaje servida por una familia que residía en lo que hoy se llama todavía el Hostal' de la Barca. Entraron en la balsa el coche del rey con el monarca, don Antonio y el duque de San Carlos, vestidos con levita de viaje de color azul, y otro vehículo que conducía a los sirvientes Moreno y a Chamorro, el aguador de la Fuente del Berro, que empezaba su ascenso en el favoritismo regio de chabacana celebridad. Atravesado el río, Copons se adelantó a dar la bienvenida. El general se arrodilló y besó la mano del monarca. Aquellos miles de hombres mal calzados y peor vestidos, que habían luchado en la guerra de la Independencia, iniciada seis años antes, desfilaron en columna de honor. Retumbaron de nuevo las salvas y se oyeron los compases de la marcha granadera. El sol asomó en ese instante entre el celaje incierto. El Deseado volvía a su patria pisando la tierra amable del Empordá.
En Báscara, cuyo casco urbano había sido totalmente quemado por los franceses en su retirada, descansó Fernando VII en la posada del pueblo, cuyos habitantes, en su mayoría, habían evacuado la población marchando hacia las masías del campo. Todavía se conserva el edificio de la fonda, y en su interior, parte del mobiliario de la época. Aquel día había tenido un niño la dueña del hostal y el rey lo apadrinó imponiéndole su nombre. De allí siguió viaje Fernando VII, el mismo día, a Gerona, y empezaron inmediatamente las grandes intrigas para deshacerse de la regencia, abolir la Constitución, cerrar las Cortes, volver al absolutismo y perseguir a guerrilleros y diputados liberales. La regencia propuso un itinerario al rey para que volviese a Madrid, pero Fernando marchó a Zaragoza con Palafox, y de allí, a Valencia, donde le esperaba el general Elío con sus tropas para efectuar el primer pronunciamiento militar del siglo XIX, precedido por la publicación del Manifiesto de los persas, que no llevaba cien firmas, sino 159, y cuyo objetivo esencial era abolir la Constitución.
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