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El teatro Alcázar cierra hoy definitivamente sus puertas

El teatro Alcázar, de Madrid, cierra hoy sus puertas como tal coliseo. Se despide después de 56 años de historia. En el último día, que coincide con el fin de año, los asistentes a la última representación de El hombre del atardecer, de Santiago Moncada, que es la obra que se está representando ahora, serán obsequiados con el champaña, que en este caso sirve para festejar el inicio de 1982 y el final de un local que forma parte esencial de la reciente historia del teatro español. El año no acaba de manera tan inclemente, sin embargo, porque mientras se cierra el Alcázar, por razones fundamentalmente de carácter económico, surgen en el ámbito teatral salas como el teatro Príncipe y Espronceda 34, el Español inicia una nueva etapa bajo la dirección de José Luis Gómez y se nota en la vida escénica española una vibración que no ha podido ser tachada

La historia del teatro Alcázar comienza en 1925. Pero hay una prehistoria. En ese mismo lugar —Alcalá, 20— se instalaron los Refrescos Ingleses: fuentes de soda, helados —a quince céntimos; el doble, treinta céntimos—, que fueron el primer atentado contra la costumbre madrileña del café para pasar la tarde: había que estar de pie. Como todo lo incómodo, los Refrescos Ingleses triunfaron y se trasladaron a otro local —Alcalá, 4—, donde estuvieron mucho tiempo. En el primitivo local, lo que se llamaba templo de las variedades se abrió: el Trianón Palace. Fue allí donde alcanzó la fama una cupletista señorial que prefería ser llamada canzonetista: La Goya —Aurora Jauffret—, que se casaría con el escritor Tomás Borrás. Así y todo, siempre tuvo un olorcillo pecaminoso, como otros centros de lo que se llamó género ínfimo.

Lo que pretendieron quienes derribaron el Trianón Palace para construir en su solar era mucho más audaz. Don Modesto González de la Hoz, uno de los soñadores que querían convertir Madrid en una capital europea, pensó hacer lo que ahora se llama —entonces, no— un complejo: en él habría lo que púdicamente se llamaba un hôtel meublé—en lenguaje popular, casa de citas— de lujo, imitado de París; una sala de juego importante, un cabaré y un teatro. El solar era pequeño; se compraron y derribaron casas adjuntas, incluso con la posibilidad de que hubiera una entrada discreta —por la calle de Arlabán—, y se contrató a un técnico del teatro: José Juan Cadenas. Cadenas —que murió en 1947, siendo presidente de la Sociedad General de Autores—importaba a Madrid la gran revista extranjera, era uno de los precursores de la dirección de escena y un descubridor de bellas muchachas con el camino abierto hacia lo que empezaba a llamarse el estrellato. Sus arreglos, sus obras originales, tendían hacia el género frívolo: El príncipe de Luxemburgo, Las princesitas del dólar... El teatro Alkázar —al principio se escribía con k— podría ser su verdadero templo.

El problema, como siempre, lo trajo una dictadura: la de Primo de Rivera. Llegó acompañada de una nueva moral. Nada de juego, nada de hôtel meublé, y mucho cuidado con lo que pasaba en el cabaré... El Alcázar se inauguró en 1925 y con muchas dudas sobre su género; 1925 fue el año en que se estrenaba Don Luis Mejía, de Eduardo Marquina y Hernández Catá, en el teatro Español; Los campanilleros, de Muñoz Seca y Pérez Fernández, en el Maravillas; Son mis amores reales, de Dicenta (hijo), en el Centro... Y en que Madrid enterraba al sainetero López Silva.

El Alcázar abrió con Madame Pompadour, una adaptación de José Juan Cadenas; los trajes los hicieron en París, y tres escenógrafos españoles colaboraron en el decorado. En el reparto, Julia Lajos —que pasaba de la comedia a la revista—, Victoria Pineda, Paquita Torres, Teresita Saavedra y, ya envejecida, la reina de un pasado próximo, Julia Fons, que había escrito un libro de memorias, había estrenado el Conde de Luxemburgo y se declaraba republicana. Pero la opereta era cara; los tiempos, difíciles, y el teatro ¡estaba en crisis! El teatro Alcázar comenzó a cambiar de género: se fue a la comedia cómica, con la compañía de Juan Bonafé —a quien Fernán-Gómez todavía considera su primer maestro, y para quien Muñoz Seca escribió La venganza de don Mendo—. Los entendidos de teatro empezaron a decir que un local que cambia de género es un local perdido: «El público se desorienta». Efectivamente, en aquella época de compañías estables y titulares de locales, el público perseguía estilos... El teatro Alcázar cerró entonces por primera vez. Se convirtió en cine.

Cuando volvió a ser teatro continuó cori el mismo vicio: el de la desorientación. Ha seguido con él hasta ahora mismo; pero la verdad es que ahora todos los teatros desorientan, todos cambian de género, todos buscan desesperadamente y pocos encuentran. Por el teatro Alcázar han pasado, desde su reconquista para el teatro, toda clase de géneros: la opereta de Celia Gámez, una de las más perseverantes del Alcázar —han querido hacerla un monumento en la misma esquina—, o la de Zori y Santos; ha hecho comedia cómica Gómez Bur; tragedia, Cayetano Luca de Tena —con algunos importantes estrenos de Buero Vallejo—; allí se puso por unos días —para cubrir un hueco entre una obra caída y otra que es taba todavía en ensayos— Las de Caín, que iba a durar años... Y termina con Amparo Rivelles en una obra de Santiago Moncada. Desde su patio de butacas, en los mejores momentos de las representaciones, se oía el ruido de la música moderna en el cabaré Lido: no había ya capital para insonorizar la sala, que no estaba inventada para soportar el estruendo de una discoteca.

Siempre se llora por un teatro perdido: lo que se llora es un pasado. Si la pérdida del Alcázar es lamentable, no hay que dejar de consignar que se construyen y se inauguran otros. No todo está acabado. Aún.

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