Las estatuas madrileñas, unos ochenta "convidados de piedra", sometidas a un baile de más de un siglo
Madrid es una ciudad repleta de grupos escultóricos sometidos a un frecuente ir y venir en función de las alternancias políticas o de los gustos urbanísticos. En la actualidad se contabilizan unos ochenta "convidados" de piedra o bronce, que, a falta aún de tratados metodológicos, reflejan un mucho de los contrasentidos tradicionales denunciados ya por Mesonero Romanos y Fernández de los Ríos.
Si nos atenemos a los personajes inmortalizados en plazas y calles madrileñas y a las razones de su inmortalización, cabe concluir que la admiración popular o de los mecenas se orienta preferentemente a colocar en el pedestal a militares, escritores y reyes, por este orden. Diecinueve soldados de las más diversas graduaciones, aunque abrumadoramente destacan los generales, dan a ciertos rincones de la capital un aire muy prusiano. Mesonero Romanos explica que "los reyes de la dinastía austríaca tuvieron la precaución de erigirse estatuas a sí propios", pero que prefirieron colocarlas en sus propios dominios. Luego llegaron otros, generalmente librepensadores, que colocaron en su lugar alegorías de Apolo, Neptuno o Cibeles. Se pasaba sin solución de continuidad desde el culto al absolutismo a una exaltación de los mitos paganos, y las estatuas seguían la marcha de los acontecimientos. Junto a los reyes y soldados, dieciocho escritores también han merecido el mismo tributo en piedra rendido en las calles de la ciudad por los escultores.
Colón y Cervantes, en Viena
A modo de comparación, no necesariamente odiosa, Viena, capital histórica homologable a Madrid, imperial y militarista en otro tiempo, cuenta en la actualidad con veinticuatro monumentos a reyes y duques -"Tú, feliz Austría, cásate", en frase de Metternich- y sólo doce a militares. Veintidós estatuas inmortalizan a escritores no sólo austriacos. Dos españoles anticiparon su presencia en Viena antes de que el viértés de adopción Ludwig van Beethoven viniese a reclinar su enorme cabeza en el parque de Berlín: Cristóbal Colón y Velázquez. Claro está que en Viena los bustos de los músicos ocupan un lugar preferente.En la republicana Viena, las estatuas de los emperadores y de los reyes no se han movido de sus pedestales desde que los Habsburgos las levantaron. Y así, la capital austriaca podría definirse, a grandes rasgos y a través de sus estatuas, como una ciudad imperial en la que los escritores y los músicos desplazaron a un cuarto lugar en el ámbito de la importancia ciudadana a los generales imperiales.
En Madrid, los músicos apenas se han visto inmortalizados en material noble. Sólo tres de ellos, si no mienten los catálogos, han alcanzado estos honores post mortem: además de Beethoven, los zarzueleros Chapí y Chueca. También el músico Agustín Lara tiene una estatua en Lavapiés. Nadie discute qué España no haya dado a la medicina grandes talentos, pero que el número de monumentos levantados a doctores sea igual -cinco- que el dedicado a pintores no deja de sorprender, sobre todo cuando Madrid fue capital de la pintura universal durante un siglo largo.
Tampoco sorprende menos que en una de las capitales del toreo mundial, como es Madrid, sólo haya un grupo dedicado a un mítico matador, Joselito, un monumento que además es de reciente creación. A propósito de mitos, el tributo máximo del curso de los honores también se ha rendido a figuras imaginarias de la literatura o del santoral y protagonistas de mitos, desde el Angel Caído y el Quijote hasta san Isidro y su consorte, santa María de la Cabeza , pero lo que ya es enternecedor es que también se hayan inmortalizado en piedra conceptos o etapas de la vida.
Seguramente Madrid, una ciadad que no puede considerarse precisamente adaptada a los niños, es quizá la única capital del mundo con dos monumentos relacionados con ellos: uno levantado a la infancia y otro a la puericultura. El homenaje a lugares geográficos también adolece de reiteracion: los dos únicos monumentos que se sepa hay en Madrid a otras latitudes se consagraron a Cuba y a las Antillas.
Cervantes, agradecido a Pepe Botella
El ilustre manco de Alcalá tiene razones para estarle agradecido al rey intruso, José Napoleón I. Si no llega a ser por éste, Miguel de Cervantes hubiera tenido que esperar quizá a la Institución Libre de Enseñanza para subir al pedestal de los inmortalizados por el cincel y el buril. Por un decreto de 21 de junio de 1810, el efimero monarca llegado de París ordenaba que se erigiese un monumento al autor del Quijote. Bonaparte se fue y veintitrés años después su proyecto volvió a salir a la luz. Hasta 1835, Cervantes no subiría a su pedestal, una vez fundida en Roma la estatua por dos artistas prusianos sobre un proyecto de Antonio Solá. Hoy se encuentra situada vergonzantemente frente al Palacio de las Cortes, emplazamiento que ya criticó Fernández de los Ríos.La financiación de este monumento no deja de provocar sarcasmo: no se costeó con fondos del Estado ni por generosa donación de Fernando VII, sino con dinero procedente de la Comisaría General de la Cruzada; es decir, con bulas adquiridas por los españoles para poder consumir carne los viernes extracuaresmales con la anuencia de la Iglesia.
Como suele ocurrir en este país repentinamente se desató un verdadero furor admirativo hacia Cervantes y, a finales del pasado siglo, el ilustre manco llegaba a contar con tres lápidas, además de su monumento, en distintos lugares en que se desarrolló su estancia madrileña.
Gloria tardía
Hasta 1834, en las calles madrileñas no se vio monumento alguno a un prócer de la patria. Menos de un siglo después, en 1929, ya se contabilizaban cincuenta estatuas levantadas en honor de quienes, por una u otra razón, quedaron en el clamor popular para bien o para mal.Andando el tiempo, este furor inmortalizador llegaría a un clímax inesperado: John Lennon ha accedido a la inmortalidad monumentalizada madrileña antes que los clásicos de la música española y, por supuesto, antes que los Mozart, Vivaldi, Bach y demás carrozas. Lejos del madrileño todo sentimiento xenófobo, pero no deja de resultar curiosa la reciente dedicación de un monumento a la mexicana sor Juana Inés de la Cruz, aún su oportunidad en las calles madrileñas, tres siglos después de que Bernini inmortalizase el éxtasis de la monja cuyo centenario se celebra este año. No hubiera sido quizá una mala ocasión fundir un homenaje al escultor, muerto en 1680, y a la santa ofreciendo al pueblo de Madrid una réplica del grupo vaticano.
Sin que deban verse motivos irracionales en la xenofobia dominante en la primera mitad del pasado siglo contra la francesada, pero algo tendría que ver, lo cierto es que, si no fallan los documentos, el primer monumento con clamor popular erigido en Madrid fue el levantado a los héroes del 2 de mayo. Pero hete aquí que también este monumento padeció el típico mal de los vaivenes políticos, y así, el 12 de junio de 1823, muy avanzadas ya las obras de construcción, la alcaldía de entonces, tras abjurar del liberalismo constitucional de 1812, ordenaba sacar de nuevo la primera piedra, extraer de ella monedas y documentos antiabsolutistas, y colocar en su lugar monedas y documentos de signo contrario. Hasta 1840 no culminaría este memorial, cuya construcción comenzó a realizarse mediante el trabajo voluntario de brigadas de madrileños.
El mismo año 1916, en que moría solo y abandonado Miguel de Cervantes, llegaba a Madrid desde Italia una de las estatuas más notables de la imaginería callejera de la capital: la de Felipe III, condenada también a una frecuente trashumancia desde y hacia la plaza Mayor. Obra maestra de Juan de Bolonia, antes de quedar en su actual emplazamiento padeció persecución por motivos ideológicos e incluso destierro de un año.
La de Felipe IV, situada en la actualidad en el centro de la plaza de Oriente, llegó a Madrid, también desde Italia, el mismo año en que Quevedo fue enviado a San Marcos de León para quedar confinado, en 1641. Es el ejemplar más valioso de escultura ecuestre con que cuenta la capital, y el propio Galileo Galilei fue contratado para que ideaseltiha solución con el fin de que el caballe que montaba el monarca pudiera mantenerse sin caer a un lado sobre el pedestal.
La iconoclastia a que tan dada ha sido la administración madrileña de otras épocas se ha convertido en nuestros días en una de las dos tendencias enfrentadas: sí o no a la erección de nuevos monunieptos de este tipo. Aunque es de imaginar que la mayoría de los madrileños, y también el Ayuntamiento, quieren evitar a toda costa que se repita hoy lo ocurrido con los bustos y estatuas de personajes como Mendizábal o el marqués de Pontejos o Francisco Piquer, que pasaron a mejor vida, si es que para un bronco la desaparición coincide con la inmortalidad. Y se pretende también que cada estatua se sitúe en el lugar más adecuado, con lo que se evitaría así que Pedro Calderón de la Barca algún día se vea obligado a recitar desde su pedestal mirando a unos grandes almacenes, donde se encuentra hoy, su "apurar cielos pretendo, ya que me tratáis así".
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