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Entrevista:

Juan David García Bacca: "Cantar es contar"

El autor de la "Metafísica natural" habla sobre filosofía y música

El filósofo español Juan David García Bacca, que reside actualmente en Venezuela y Ecuador, ha pasado recientemente por Madrid. A punto de publicar un nuevo libro, Parménides y Mallarmé, se encuentra en la actualidad trabajando sobre las relaciones entre música y filosofía. Para él, «cantar es contar». García Bacca nació en Pamplona hace ochenta años, ha sido profesor en la Universidad de Barcelona y, después de la guerra, ya exiliado, en las de Quito, México y Caracas. En Venezuela y México se preparan homenajes al filósofo, ya jubilado de sus tareas docentes.

Pregunta. Está próxima a aparecer una obra suya de gran trascendencia, Parménides y Mallarmé, en la que establece una ligazón entre la ley de causalidad y la de probabilidades. ¿Cómo plantea y desarrolla usted esta relación?Respuesta. En el poema de Parménides fluyen en un río de hexámetros los principios lógicos fundamentales: el principio de identidad, de disyunción y no contradicción, más la identidad entre pensar y ser. De forma que el pensamiento no tiene independencia propia, sino que está sometido al Ser, que es perfectamente uno, idéntico, absolutamente separado del no ser e internamente libre de toda contradicción. Esta necesidad lógica u ontológica está todavía vigente en nuestros días. Pues bueno, antes que penetrase el cálculo de probabilidades en la física moderna, Mallarmé, en su poema Nunca jamás una jugada de dados abolirá el azar, había intuido una concepción probabilística del Universo. Se trata, pues, de estudiar la correlación, impuesta por la realidad, entre nécesidad y azar, cuya formulación estricta es el cálculo de probabilidades, en el nivel más profundo y actual de ley y libertad.

P. En la obra que acaba de terminar, Presente, pasado y porvenir de los grandes nombres, es decir, mitología, filosofía, ciencia, técnica, ¿cómo se efectúa el proceso de sus reencamaciones sucesivas?

R. De cada una nace otra que transforma la anterior, la cual deja siempre un resto inasimilable. Así, de la mitología surge la teología, y ésta transforma a aquélla, dejando un resto inasimilable, tanto que, inclusive en nuestro tiempo, el componente mitológico, mágico, parapsicológico, milagrero, perdura. A su vez, dentro de la teología brota la filosofía, la cual trata de asimilar y convertir en filosófica a la teología y deja un resto teológico, que son la fe, los dogmas, los ritos que sobreviven hasta nuestros días. La ciencia surge de la filosofía y contra ella, pero deja, parecidamente, un resto filosófico científicamente inasimilable: ontología general metafisica, etcétera. Sobrevendrá una fase posterior, que yo denomino problemática, que asimile todo lo anterior, inclusive la técnica material, y deje restos constantes de mitología, teología filosofía y ciencia. La primera parte es un cuestionario; la segunda, un instrumentario, de qué medios disponemos para convertir los problemas en soluciones, y una tercera parte es un inventario de las soluciones alcanzadas. Es una amplia obra de 1.500 páginas y se abre con tres prólogos: uno, para el lector curioso; otro, para el estudioso, y el último, para el atrevido, y termina con tres epílogos: para el lector estudioso, atrevido y curioso.

P. La música ocupa una parte importante en esta última obra suya. ¿Qué es para usted la música? ¿Un caos contra la razón?, como decía Thomas Mann; ¿una armonía sublime de las esferas?, o ¿un orden calculado?

R. Esta pregunta última me recuerda aquella sentencia de Leibnitz que la música (clásica) es un ejercicio de aritmética hecho por un alma que ignora estar haciendo cálculo numérico. Cantar es contar.

P. ¿Cuáles son las etapas de su conocimiento y experiencia de la música?

R. No me había hecho cuestión hasta esta pregunta suya, pero le puedo responder que mi experiencia musical se condensa en tres impactos o golpes decisivos a lo largo de mi vida. El primero, cuando era yo un estudiante filósofo cristiano-tomista, cuando oí, cerca del convento donde vivía, a unos músicos que interpretaban las Danzas húngaras, de Brahms. Para mí fue un inmenso desconcierto, porque estaba educado en una música cuya norma era obedecer al texto del siglo IV del Concilio de Cartago, que dice así: «Procura que lo que vocalmente cantas lo creas cordialmente, y lo que creas cordialmente, lo confirmes vitalmente en obras». Así pues, esas Danzas húngaras nada tenían que ver con música vocal ni con fe en letra de credo religioso. Tal disyuntiva la sentí, la oí, y los temas de las danzas descendieron al fondo del filósofo cristiano que yo era, y, de cuando en cuando, afloran a la superficie y me hallo cantando y oyéndolas por dentro.

El segundo golpe lo recibí, ya como teólogo formado, cuando escuché la Misa solemnis, de Beethoven, y llegué a la parte del Credo cuando se dice que el Hijo es consustancial con el Padre. Lo percibí como una especie de ateologismo en que la letra aparecía subordinada a la música. Y esto ocurría con un creyente como Beethoven y dedicada a un arzobispo como el príncipe Rodolfo, lo cual me llenó de asombro.

Mi tercer golpe lo experimenté, muchos años después, volviendo de un paseo por un jardín de Munich; escuché una música que me pareció rara y desconcertante. Me di cuenta, de repente, que había algo sonoro que nada tenía que ver con lo matemático, pese a que es el componente real de lo musical.

La flauta mágica, de Mozart, que oyó el físico-matemático y el filósofo no podía ser accidente, o fenómeno ni forma de la matemática, y, sin embargo, era bien real. ¿Cómo es posible tal desconexión y, al mismo tiempo, tal conexión? Encontré una explicación. ampliando la sentencia de Leibnitz, que se puede formular así: la música moderna es, en realidad, de verdad, un ejercicio de aritmética y de álgebra no sonora (de Boole y de Langer), y de álgebra sonora (Bloch), y de cálculo infinitesimal (ecuaciones diferenciales, parciales, música electrónica), ejercicio hecho por un alma que comienza a darse cuenta que está haciendo todo eso a la vez, a la una, con estar oyendo sonoridades constantes cuatridimensionales (frecuencia, intensidad, temporalidad y timbre).

Este golpe infligido al estudiante de física-matemática no ha sido, todavía, asimilado por mí en forma de una filosofía de la música. En eso estoy actualmente empeñado, una empresa un tanto tardía, por no decir casi desesperada, para un hombre que cuenta ochenta años y que, además, está gravemente sordo.

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