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Tribuna
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Nuestro querido Regino

Ayer, en pleno trabajo del Museo Nacional del Prado, me llamaron del sanatorio: Regino iba a entrar en coma. Le había visto el domingo: aparición ya de esqueleto, pero con el espíritu vivo. Luego se derrumbaron todas las esperanzas. Regino, hasta la muerte de su mujer, nos encantaba siempre por su gracia, su juventud de espíritu, su cultura viva. Escribo estas líneas en el Museo; era quizá el único que mejor lo conocía y con detalles de extraordinaria perspicacia. Regino hizo siempre vida de comunidad con los artistas y con los intelectuales.Protagonista de la famosa tertulia del Lión, la tertulia lo sacó en hombros junto a Rodrigo cuando celebraron el éxito del Concierto de Aranjuez. Recordaré siempre una velada en casa de Lamana: Manuel Machado recitaba versos de Antonio, Regino rasgueaba y, en lugar de en banquillo, apoyaba su pie en el tomazo de Los Epos de los destinos, de Eugenio d'Ors. ¡Tantas cosas!

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Se me traba la pluma del corazón al contar algo a lo que estoy dulcemente ligado: antes de los calmantes fuertes quiso que le ayudara en su último diálogo penitencial. Al terminar, con sonrisa vencedora de atroces dolores, me dijo, abrazándome: «Me voy con Josefina». Se nos ha ido un gran artista, un gran señor; una conferencia suya sobre la vihuela y la guitarra era recordar a los que fueron nuestros grandes violinistas, músicos, aristócratas, maestros y poetas. Regino, con su mujer, Josefina, hicieron de su vida obra de arte. Al morir Josefina, Regino, dulcemente, se hizo viejo, perdió el paso y la sonrisa. Al final -soy testigo- volvió a sonreír porque iniciaba el viaje del reencuentro. Recuerdo la frase-plegaria de Rilke que yo leí un día: «Señor: da a cada uno su propia muerte».

Federico Sopeña Ibáñez es sacerdote y director del Museo Nacional del Prado.

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