La seca
Pocas comparaciones tan populares y que expresen también una pobreza secular como. aquella que en castellano dice para cantar la virtud de una persona: «Es más bueno que el pan». Otras lenguas las tienen más exquisitas, pero en España, entre el jamón serrano y el pan blanco, ha ido hasta hace relativamente poco tiempo el camino de nuestras virtudes más o menos honestas.El culto del pan, es decir, del grano, hizo alzar hacia el cielo los ojos de nuestros campesinos siempre a la espera de un maná que, como bien se sabe, nunca llegó a caer a gusto de todos. Para hacer romper aguas a las ceñudas nubes, la tradición contó de antiguo con toda una brillante ganla de remedios, desde los zahoríes famosos, siempre acechando los secretos caminos del polvo, hasta las procesiones de los párrocos. El santo especialista o no en asuntos de riegos cruzaba los pajizos campos entre cauces rotos y rumores de agonizantes pájaros. Generalmente, la sequía, corno sus blasones rojos que a la hora del crepúsculo solían alzarse sobre tesos tendidos y magros rebaños, solía tener, su explicación cantada y repetida hasta la saciedad desde el púlpito basta los corazones. La razón no era otra. se decía, que nuestras propias faltas, los muy graves pecados de los hombres. Seguramente muchos se preguntaban a la noche, viendo al trigo sin grano,y al ganado sin agua, qué pecado mortal sería el suyo para sufrir castigos tales. Ser pobre en un país de pobres no debía dejar demasiado tiempo libre para ofender a un dios que les negaba lo poco que aún hubieran podido salvar de sus señores naturales.
No resulta, pues, demasiado extraño que sin poder descargar sus iras sobre tales amos, bien defendidos, comidos y bebidos, volvieran sus ojos sobre el santo patrón o patrona dispuestos a tomar represalias si una vez agotado un tiempo prudencial el agua de las nubes no caía.
Todo un ceremonial, mezcla de súplica y amenaza, ha llegado hasta hoy, testimonio de un afán de conseguir del más allá lo que el acá nos niega cada día en forma de boletín meteorológico. Cuando la pintura abandona conventos, sacristías y palacios para ganar la calle y triunfar en ella de la mano de Goya, aquellos santos de palo y encaje alzados corno pendones de guerra contra la sed, la miseria y el hambre se alejan del espectador y de los fieles convertidos en cuadros de costumbres entre clérigos orondos y gente de pueblo en cuyos ojos ya amanece la edad de la razón convertida en relámpagos sociales.
Es verdad que aún a lo largo de dos siglos, hasta ayer, como quien dice, se sigue mirando al cielo cada vez que la sequía se prolonga, mas poco a poco, el país, convertido de agrícola en fabril, fue desdeñando sus montes y sus ríos. Se montó una particular industria y en vez de depender del cielo verdugo o bienhechor, cambíamos su yugo y carro por el de técnicas y patentes extranjeras.
Ahora resulta que tales adelantos no nos sirven cuando la seca vuelve. Si el agua se empeña en no caer, de poco nos vale bombardear las nubes ni aprovechar en su totalidad nuestro particular laberinto de embalses, ríos y canales. Será preciso hacer acopio de humildad o echar mano de rnagos y pozos una vez más para regar un país que, a punto de romper las barreras que le separan de Europa, aún depende del cielo para sobrevivir; cuyo único recurso es sentarse a la puerta de casa y esperar a que el dios de la lluvia llore sobre nosotros, borrando de una vez y para siempre las miserias del alma y de la tierra.
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