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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Sobra Calderón

Calderón escribió dos obras sobre Semíramis, personaje mítico que durante más de 2.000 años ha servido a los más diversos escritores para expresar sus propias reflexiones acerca de su época, su sociedad, el poder y la tiranía; el profesor Ruiz Ramón y el director de escena, Lluis Pasqual, las han refundido y compendiado en una sola representación, con una inevitable pérdida de sustancia de quizá un 60% o más del original. Una aventura difícil, a pesar del reconocido prestigio de los dos hombres de teatro.El intento de que pueda seguirse la acción a pesar de los cortes les obliga a una rapidísima sucesión de escenas que se atropellan, aunque el respeto por algunos fragmentos de Calderón les lleve a detenerse en algunas de ellas -por ejemplo, en la larga conversación, o dúo de monólogos entre Semiramis y Lidoro-, con lo que se produce un desequilibrio de tiempo y un evidente malestar. Entre abreviaturas y larguezas se pierde, a veces, el sentido de la obra, si es que convenimos en que Calderón le dio un sentido determinado que justificaba el mito. Este podría ser, entre otros, el de una determinada rotura del poder según un orden por un elemento retenido y reprimido, y el regreso a ese orden tras la eliminación del perturbador.

La hija del aire, de Pedro Calderón de la Barca, adaptación de Francisco Ruiz Ramón

Intérpretes: Ana Belén, Julián Argudo, Carlos Kaniowsky, Francisco Bernal, Francisco Casares, José Antonio Ferrer, Francisco Algora, Carmen Casado, Javier Ulacia, Jesús Ruyman, Francisco Guijar, Maglli Mira, Pepita Martín, Socorro Anadón, Juan Calot, Juan Meseguer, Carlos Lemos, Juan Jesús Valverde, José Antonio Domínguez, Manuel Pereiro. Escenografía y vestuario, de Fabiá Puigserver. Música, de Josep María Arrizabalaga.Dirección, de Lluis Pascual. Estreno: Teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional del Ministerio de Cultura), 16 de octubre de 1981.

Semíramis, separada y aislada del mundo -es una Segismunda- para evitar que se cumpla el augurio que le designa como creadora de males, es liberada; la profecía se cumple, la tiranía se establece, y cuando matan a Semíramis, el orden se vuelve: la guerra termina, los enemigos dejan de serlo y vuelve el orden natural, al que tan aficionado era Calderón. La supresión de este final, en aras del bello momento dramático conseguido por Pasqual con la muerte de Semíramis, hace desaparecer ese sentido. Quizá los refundidores lo hayan confundido simplemente con el final feliz de las comedias de la época y no han calibrado suficientemente su valor en esta obra.

Estamos, seguramente, dentro también de esta cuestión tan debatida y tan no resuelta de los clásicos tal como se les considera en España en estos momentos: como un pretexto. Pre-texto. Con lo cual aparece la contradicción entre lo que se considera como homenaje a Calderón, dentro de esta pasión que nos invade por el aniversario de su muerte, y su utilización para otros fines. Los fines habituales con los que se refunde a un clásico suelen ser los de aproximarle al tiempo en que vivimos, en hacer que resalten algunas de sus consideraciones de valor permanente en relación con la época actual: es probablemente el pecado menor. No sucede así en este caso, o por lo menos no es perceptible en esta representación; o reduciendo aún más el campo, no es perceptible por mí.

Tal como se desarrolla esta historia contada por Ruiz Ramón y Lluis Pasqual, no parecen ni siquiera sobrevivir los valores abstractos, que apenas aparecen citados: la ambición, la lucha por el poder, la tiranía, la fuerza del destino. O incluso la condición de la mujer. El caso de Semíramis no le importa a nadie: asistimos a él sin conmovernos. No necesitábamos que nos lo contasen y, poco a poco, nos vamos distrayendo de lo que pasa en el escenario: es una historia ajena.

Escenario roto

Tomar, entonces, a Calderón como simple pretexto para una dramaturgia puede parecer megalomanía; se justificaría por el acierto. No lo encuentro. Lluis Pasqual, que rompe a Calderón, rompe también el escenario: lo convierte en una rampa con un breve escalón que se prolonga hasta dentro del patio de butacas. Es una rampa elevada, estrecha y larga, lo que obliga a los actores a un solo eje de movimientos, que es perpendicular a las filas de butacas. El resultado es el contrario al que se pretende: en lugar de agrandar el escenario, se empequeñece. Resulta un despilfarro. Los actores avanzan desde el fondo y vuelven al fondo incesantemente, arriba y abajo, de frente o de espaldas. Unido ese movimiento a la velocidad de la acción, el resultado es el de un trajín, el de un ajetreo que fatiga.La economía de decorado y de objetos para conseguir una mayor austeridad, junto con la economía de versos para lograr una comprensión del tiempo, desorientan. Calderón sabía bien la parquedad de la escenografía de su tiempo -aunque la buscaba y la deseaba- y comprendía siempre en sus parlamentos descripciones del lugar de la acción para que el espectador la siguiera; su casi total desaparición apenas permite entender al espectador de hoy dónde están transcurriendo las cosas.

A lo que se añade el eterno problema del verso y de la interpretación. La moderna dramaturgia no ha resuelto la cuestión. El reparto es heterogéneo y la unidad no se ha conseguido. Hay actores de muy diversas escuelas, y el director no ha acertado -o no ha intentado, o no ha podido- concertarles. Se adivina un deseo de llegar al verso a verso, para ganar la musicalidad de la frase, como si fuera más importante que su comprensión; no funciona. Es un error elegir a Ana Belén para un personaje de tragedia: su capacidad de actriz está en otros registros, y lo ha probado. Siempre ha ocurrido, en España y fuera de ella, una relativa especialización de los actores, y a los trágicos correspondía la interpretación de la tragedia. Ana Belén no es una actriz trágica y no puede conseguir el estremecimiento de la tragedia. Conviene insistir mucho en que todos los que participan en esta creación tienen un prestigio justo que no deseo regatear: Ruiz Ramón, en libros, ensayos y cátedra; Lluis Pasqual, en direcciones de escena memorable; Fabiá Puigserver, en excelentes decorados; Ana Belén, en algunas interpretaciones, y cada actor, en su registro. Parte del mal resultado que, a mi juicio, han producido en La hija del aire se debe a la entropía del teatro actual: falta de compañías estables, abandono de la recitación dramática del verso clásico, dificultades de reparto, obligación de obra, etcétera. Parte, también, al mismo planteamiento del trabajo sobre esta obra: a cómo ha sido concebida.

El público del estreno oficial siguió con respeto la representación; mostró claramente su aprobación por el trabajo de Francisco Algora, sobre todo por el de Ana Belén; hubo ovaciones y bravos al terminar, y Lluis Pasqual y Fabiá Puigserver los compartieron desde el escenario con sus actores.

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