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Premios de la Academia Sueca

El relato del peregrino

Lo que acaba de sucederle a Elías Canetti es tan asombroso que sólo puede tratarse de la culminación de un plan diabólico perfectamente concebido, urdido y ejecutado por él, o de una «pequeña ironía de la vida», como Thomas Hardy gustaba de llamar a los vuelcos del destino más atroces y delirantes. Porque Canetti -habrá que decir que hasta ahora en apariencia- ha sido uno de los autores contemporáneos con dotes, talento y originalidad indudables que menos ha hecho por subrayarlos.Con sus continuos saltos de un género a otro, no parecía procurar sino que nadie pudiera fijarse detenidamente en él, y su incansable peregrinaje geográfico sólo tenía comparación con su inestabilidad literaria. Cada nuevo libro suyo suponía una especie de advertencia: «No era aquello». O, como escribió en su diario de 1959: «Yo soy un poeta: no puedo callarme. Pero muchos hombres se callan en mí, que no conozco. Sus desencadenamientos, entonces, hacen de mí un poeta».

Tampoco ha sido Canetti novelista en la medida en que sólo una de sus obras puede considerarse como tal: Die Blendung o Auto de fe, publicada en 1935. Con posterioridad ha conocido otros géneros y les ha hecho visitas de vez en vez. Pero nunca ha regresado a la novela. Quizá supo pararse a tiempo, pero ya entonces era demasiado tarde y no ha podido escurrir el bulto. Sus ensayos son penetrantes e insospechados, sus aforismos dan en la diana, sus memorias forman más que informan, sus retratos crean carpteteres inolvidables.

Obra maestra

Auto de fe, en cambio, era una obra maestra. Es, en mi opinión, la única novela, hasta hoy, capaz de prolongar y trascender, sin imitaciones ni humillaciones, a uno de los escritores más imitados y humillados del siglo: Kafka. Canetti, con una novela, ha sido su único herede ro legítimo. Y parece como si le hubiera bastado con reparar en ello para decidir no aceptar el legado -tal vez temeroso de que su disfrute pudiera reportarle beneficios inmerecidos- y seguir los pasos de Kien, el protagonista de Auto de fe, el xinólogo que vivía encerrado en su biblioteca para negar todo aquello que le negara, es decir, todo lo otro. Sin embargo, la historia de Kien podría repetirse o, mejor dicho, ser cumplida por su propio creador. Pues su relato se convierte en el del peregrino que se ve obligado a salir al exterior para aprender y formarse, como un Enrique de Ofterdingen, de Novalis, o un Enrique el verde, de Keller, y ser destruido, inmolado, a su vuelta.

Canetti, hasta hoy, no había regresado y seguía peregrinando, confundido con otros y al mismo tiempo imperturbable e idéntico. Sería aventurado decir ahora que ya está de vuelta. Tal vez haya sido echado de su biblioteca y le quede, el aprendizaje del mundo entero, cuyo término es incierto, como todo novelista bien sabe, y todo lector mejor todavía. O quizá Canetti sólo se esté riendo si recuerda el siguiente aforismo, escrito hace más de una veintena de años: «El origen de cualquier celebridad no es nunca ser io. Sin embargo, a veces, se averl gua en el entretanto que algo había debajo, a pesar de todo: ¡Qué sorpresa entonces! ».

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