La semana trágica de la Iglesia española
VICTOR MANUEL ARBELOAA estas alturas, la opinión de los historiadores de la Segunda República española es casi unánime: ninguna cuestión le creó tantos enemigos y le produjo tantos argumentos adversos como la cuestión religiosa.
"Política suicida", que proporcionó a la derecha armas y pretextos para movilizar contra la República a la opinión religiosa del país, llama Salvador de Madariaga al "anticlericalismo punzante y constante" de los beatos y los frailes de la santa Iglesia anticlerical".
Escribiendo sobre el artículo 26 de la Constitución republicana, Manuel Tuñón de Lara comenta: "Ese ataque frontal del Gobierno sería, a la larga, favorable a la oposición".
Y Raymond Carr resume con acierto: "No fueron el radicalisnio democrático ni el idealismo social de la Constitución, sino sus cláusulas religiosas, englobadas en el artículo 26, las que enfurecieron a la oposición, dividieron al Gobierno y crearon la posibilidad de una unión de derecha para defender a una Iglesia perseguida".
Con la dictadura de Primo de Rivera las relaciones Iglesia-Estado volvieron a los mejores tiempos constantinianos, deshaciendo el equilibrio, siempre en verdad inestable, que la tolerante Constitución de 1876, aplicada muchas veces con liberalidad, había conseguido mantener.
El cambio de régimen sorprendió a la Iglesia española, y no sólo a ella, poco preparada para tamaño acontecimiento, que siempre había temido, aunque de lejos.
Los pacíficos inicios de la República, presidida por un católico solemnemente practicante, sosegó algunas inquietudes y aventó ciertos viejos temores. El Vaticano, largo de sabidurías diplomáticas, suavizó tan duro trago con la aplicación inmediata de la equívoca consigna del "respeto a los poderes constituidos", "para el mantenimiento del orden y el bien común".
Pero el "espíritu de anticlericalismo estrecho y vengativo" (otra vez Madariaga) y la obstinada cuanto monótona intolerancia de la clase eclesiástica continuaban incólumes. Los católicos liberales eran pocos -algunos intelectuales, algunos curas, un puñadito de políticos- y apenas había, como ya lo denunciaba Jaime Torrubiano en 1930, anticlericales cultos, respetuosos y sensibles al "hecho religioso".
Por eso, las intemperancias del cardenal Segura y de quienes en España y en Roma le hacían coro; las bravuconadas del ministro católico Maura, aficionado a expulsar obispos, fuesen de Toledo o de Vitoria; las prisas del Gobierno por legislar frente, si no contra, a la Iglesia; las frecuentes e injustas suspensiones y supresiones de periódicos de la derecha católica; la salvaje e impune quema de conventos e iglesias; las multas y castigos sin ton ni son contra los enemigos deI régimen, etcétera, alborotaron el cotarro nacional, que las Cortes Constitucionales agravaron más todavía.
Los ministros anticlericales del Gobierno provisional, que eran casi todos, rechazaron precipitadamente un anteproyecto constitucional, redactado por un grupo de expertos liberales, presididos por Cissorio y Gallardo, y nombrados por el ministro de Justicia Fernando de los Ríos, encomendando la obra a una comisión constitucional, presidida por Jiménez de Asúa que, a trompa y talega, e inspirándose nada menos que en el ejemplo mexicano a la hora de redactar los "artículos religiosos", presentó el proyecto a la Cámara.
Y así salió. Ni Alcalá Zamora ni De los Ríos ni Lerroux consiguieron lo que el nuncio Tedeschini y, el cardenal Vidal y Barraquer, con la ayuda decisiva del secretario de Estado monseñor
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