Delincuencia juvenil
LA MEMORIA del fiscal general sobre la administración de la justicia y los comportamientos delictivos en la España de 1980 examina con alarma y preocupación el crecimiento de la delincuencia juvenil en nuestra sociedad.El diagnóstico de ese patológico aumento debería tomar en cuenta, según José María Gil-Albert, diversos factores: la crisis de valores, la crisis económica, la crisis de la institución familiar y las características de sugestibilidad e inmadurez de la edad juvenil. La memoria del fiscal general también alude al angustioso círculo vicioso que condena a quien delinque por vez primera no sólo a la pena inicial de privación de libertad, sino a una probable cadena perpetua de reincidencias. A este respecto, nunca se insistirá lo bastante en que los reformatorios y los centros de reclusión para jóvenes, lejos de cumplir tareas de reeducación, que teóricamente tienen asignadas, desempeñan la función de reforzar y reproducir los hábitos delictivos.
El hacinamiento de las prisiones, la escasez de funcionarios, la carencia de personal con formación adecuada y la débil voluntad del Gobierno y de las Cortes Generales a la hora de allegar los medios materiales imprescindibles para una reforma penitenciaria explican que los mandatos constitucionales sobre la legalidad penal se hallen muy lejos de realizarse. Si bien el artículo 25 de la Constitución establece que las penas privativas de libertad "estarán reorientadas hacia la reeducación y reinserción social" de los condenados, que siempre tendrán derecho "al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad", los pavorosos índices de reiteración y reincidencia de los jóvenes delincuentes ponen de relieve que nuestros tiempos son aún peores que aquellos en los que Concepción Arenal emprendió su campaña humanista de reforma del régimen penitenciario.
El fiscal de Peligrosidad y Rehabilitación Social de Madrid señalaba el pasado miércoles, en unas declaraciones a EL PAIS, la inadecuación de la vieja ley de 1933, y apuntaba que la figura del vago, unida estrechamente al paro juvenil, resulta casi un sarcasmo en una situación de desocupación forzosa generalizada. Muy probablemente, la desesperada condición de los muchachos y muchachas que no pueden entrar en el mercado de trabajo para desempeñar su primer empleo influya en el aumento de la delincuencia juvenil mucho más decisivamente que otros factores sociales o ideológicos.
Para no regresar -como algunos pretenden- a una cruda criminología basada en el innatismo o en irrefrenables instintos criminales, es preciso que las fuerzas políticas, las instituciones sociales y los medios de opinión se planteen con rigor las responsabilidades mediatas en que incurre un sistema económico incapaz de crear puestos de trabajo para los jóvenes, una enseñanza menos preocupada por interiorizar valores morales y cívicos que por aterrorizar con la ética del castigo a los escolares, una sociedad huérfana de espacios para el ocio creador y despreciadora de la cultura y una industria del consumo obsesionada por hacer llegar a los niños y adolescentes mensajes subliminales que asocian mercancías con cualidades personales y símbolos de status y por forzarles desde muy chicos a desembolsar abundante dinero en sus juegos.
Sirvan de ejemplo así esos ingenios electrónicos que han invadido bares, cafeterías, restaurantes, lugares públicos y centros de recreo para invitar a sus clientes a librar durante escaso tiempo una incruenta guerra de las galaxias contra los marcianos o a correr un imaginario gran premio automovilístico. Un billete de mil pesetas puede ser devorado en algo más de una hora por una de esas máquinas en manos de un jugador voraz. Ni que decir tiene que cada cual puede hacer lo que quiera con el dinero que gana. Pero es un hecho evidente que los niños y adolescentes que se arraciman en torno a tales artilugios emplean billetes y monedas que han conseguido por las buenas de sus familiares o que han sustraído por las malas de sus casas o de otros lugares. Tal vez uno de los medios, no por modesto menos atendible, de prevenir algunas tentaciones ambientales para el hurto juvenil fuera prohibir a los adolescentes el acceso a esas máquinas, lo mismo que ser más exigentes en el ingreso en las discotecas.
En un terreno mucho más dramático, también parece probable que la proliferación de las armas blancas o de fuego en las pandillas juveniles y el empleo de la fuerza física -fenómenos denunciados por la memoria del fiscal general- se relacionen con el atroz culto a la violencia, de cualquier signo que sea, predominante en la programación de Televisión y en los tebeos.
Por último, y sin duda en primer lugar de las motivaciones, nos encontramos con la droga como una de las causas esenciales de la delincuencia. El "inocente" y represivo tratamiento legal, la confusión que se mantiene entre drogas blandas y duras y, en definitiva, el acercamiento pacato por parte de nuestras autoridades a los problemas que plantea esta cuestión ha generado un mercado negro de imposible acceso por numerosos delincuentes juveniles, que sin trabajo y sin horizonte no tienen más preocupación que encontrar un dinero fácil y como sea para pasar la tarde.
Es precisa una política para la juventud más racional y moderna, más desprovista de prejuicios y menos cínica: porque una máquina de marcianos electrónicos puede resultar socialmente más dañina que un porro.
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