La nueva economía francesa
EL PROCESO de nacionalización emprendido por el Gobierno socialista francés se inscribe, contra lo que pudiera parecer a simple vista, en una cierta política tradicional de las socialdemocracias europeas. Al acabar la segunda guerra mundial se produjo en Europa un movimiento de extensión del sector público de notable envergadura. En varios países el Estado nacionalizó una gran parte de la industria de base que, en Francia, incluía algunos establecimientos de crédito de primera fila. Este aspecto de la política económica de la socialdemocracia europea continuaría a través de una creciente participación del sector público en la vida económica y en una creciente igualación de los ingresos de los ciudadanos. El desarrollo de este comportamiento se intensificó especialmente en el Reino Unido, en los países del Benelux y nórdicos. Incluso en Alemania del Oeste, la CDU de Adenauer se incorporó a la economía del bienestar e introdujo reformas de signo progresista, como la cogestión de los trabajadores en la dirección de las empresas. Precisamente la presencia de fuertes partidos comunistas, en Francia e Italia, puede ser una explicación de la menor intensidad con que ha jugado, en estos dos países, la estrategia socialdemócrata. Ahora, sin embargo, Mitterrand, después de su enorme éxito electoral, ha podido actuar sin complejos de ser desbordado desde la izquierda. Las nuevas nacionalizaciones se adoptan desde el convencimiento de que no se compromete el funcionamiento de la economía de mercado ni el modelo de economía mixta de la sociedad europea occidental.Las nacionalizaciones decididas por el Consejo de Ministros francés, que necesitan aún la aprobación de distintas instancias, se refieren, por un lado, a las sociedades matrices de cinco grupos industriales y a, dos compañías financieras con importante participación de capital extranjero. El Estado adquiere también una participación mayoritaria en el grupo Matra, una de cuyas divisiones está dedicada a la fabricación de armamento, y toma el control de la siderurgia mediante la conversión en acciones de los créditos concedidos por el Estado. Finalmente, en el proyecto son nacionalizados 36 bancos, cuyos depósitos son superiores al_tope de mil millones de francos (16.900 millones de pesetas). Quedan fuera de la nacionalización 136 establecimientos de crédito, pero varios de ellos están vinculados a los 36 nacionalizados, de modo que teóricamente sólo hay 65 bancos independientes. El sector nacionalizado (los 36 nacionalizados, más los que ya existían: BNP, Crédit Lyonnais y Sociéte Générale) controlará el 95% de los depósitos totales.
La nacionalización de la banca se ha presentado ante la opinión pública francesa como un instrumento para acometer la modernización de la economía, capaz de suscitar la capacidad de creación de los empresarios mediante un crecimiento de la inversión. Los socialistas afirman que el sector bancario privado no estaba adaptado a un sistema de financiación en el que debe predominar la búsqueda de la rentabilidad a largo plazo. Incluso se acusa a la banca privada de la desindustrialización francesa. Es probablemente cierto que los mercados financieros están menos desarrollados en Francia que en sus competidores industriales, lo que repercute en la financiación de las empresas. Ahora bien, esto más bien parece el resultado del intervencionismo francés, en el que la oligarquía financiera, pero también el Estado protector, han tenido responsabilidades compartidas.
El desarrollo de los mercados financieros no es, en teoría, incompatible con la existencia de una banca nacionalizada, pero hasta ahora la libertad de mercado y un bajo nivel de regulaciones se han mostrado más eficientes en esta tarea. En cualquier caso, la nacionalización del crédito en Francia parece inscribirse en un proyecto más ambicioso de acercar el Estado y el poder a la sociedad, y suscitar una conciencia de integración nacional que propicie una etapa de desarrollo económico. De algún modo sería una especie de reencuentro con la planificación democrática de los años cincuenta y sesenta, en donde las empresas nacionales desempeñarían el papel de locomotoras del vagón de las pequeñas y medianas empresas.
Esta estrategia viene amparada por una política monetaria y fiscal de signo claramente expansivo. Las autoridades económicas tratan así de convertir a Francia en la locomotora europea, sustituyendo a Alemania del Oeste en el que había sido su cometido tradicional. El dífícil equilibrio entre la defensa del franco, la contención de la inflación y un crecimiento lento, con programas de empleo relativamente eficaces, que había constituido la cautelosa política económica de Barre, es sustituido por una voluntad de crecimiento, displicente con los espinosos condicionantes económicos. La noticia es excelente para alemanes, ingleses, españoles, etcétera, que en plena crisis pueden confiar en la ventaja de un mercado próximo en desarrollo. Pero si Francia se propone mantener el objetivo del crecimiento y el empleo en medio de la crisis, como un nuevo Japón de Occidente, será preciso que consiga dominar dos temas básicos: control de la inflación y equilibrio de su balanza de pagos. En cualquier caso, el experimento francés constituye un reto apasionante digno de ser observado.
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