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La desgracia de ser escritor joven

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

En mi doble destino de periodista y escritor, sólo recuerdo hasta ahora dos cosas de que arrepentirme, y es haber ganado dos concursos literarios. El primero fue en 1954, patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, cuyo secretario de entonces me suplicó que participara con un cuento inédito, porque no se había presentado ninguna obra que valiera la pena y temían que el certamen fuera un fracaso. Le entregué un cuento sin terminar, -Un día después del sábado-, y pocos días más tarde apareció jadeante en mi oficina para decirme, como si fuera un milagro ajeno a su diligencia, que me habían concedido el primer premio. No recuerdo cuánto representaba en dinero, pero estoy seguro de que apenas me alcanzó para celebrar la victoria. La ganancia mayor, por supuesto, fue la resonancia en la Prensa. Pero yo no era ya demasiado sensible a esa gloria instantánea, a pesar de que sólo tenía veinticuatro años, porque llevaba cinco de ganarme la vida escribiendo columnas firmadas en periódicos de provincia, y en aquel momento era reportero de planta de El Espectador. La impresión que me quedó después de la premiación solemne, en la cual pusieron flores en el estrado y se pronunciaron discursos trémulos, fue la muy desapacible de haberme prestado a una farsa pública.El segundo concurso fue todavía más triste. Lo había convocado en 1962 la filial colombiana de una empresa de petróleo de Estados Unidos, y el premio era la publicación de la obra, y nada menos que 3.000 dólares de la época. Yo vivía en México, y ni siquiera había tenidos noticias de aquella propuesta tentadora, pero sus patrocinadores mandaron con todos los gastos pagados a mi querido amigo el maestro Guillermo Angulo para que me convenciera de participar en el concurso. El motivo de la diligencia era el mismo: nadie había mandado ninguna obra que valiera la pena, y los patrocinadores temían que el concurso fuera un fracaso.

Yo había terminado desde hacía más de un año una novela que no me había preocupado por publicar, pues el placer en aquellos tiempos no era ese, sino el más puro y simple de escribir. Tenía los originales enrollados y amarrados con una corbata en el fondo de un baúl, y se los entregué a Guillermo Angulo tal como estaban, con corbata y todo, sin tomarme el trabajo de volverlos a leer ni de pensar un título. Sólo cuando la novela iba a ser impresa le encontré uno adecuado: La mala hora. Con los 3.000 dólares compré un automóvil de segunda mano y pagué los gastos del nacimiento de mi hijo menor, que de aquel modo había traído su propio pan bajo el brazo. Pero no viajé a Bogotá a recibir el premio con todos los gastos pagados, porque tenía la sensación ingrata de haberme prestado una vez más a la promoción de una em presa que no tenía nada que ver con la literatura.

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Veinte años después, evocando aquellos tiempos difíciles y viendo como proliferan ahora los concursos literarios, sigo pensando que mis escrúpulos de entonces estaban bien fundados. Sin embargo, el entusiasmo casi pueril con que concursan los escritores que hoy tienen la misma edad y las mismas ilusiones que yo tenía entonces me hace pensar que ellos no comparten mis recelos, sino todo lo contrario, y que muchos no escriben por una necesidad ineludible, como debe ser, sino sólo para ganarse un concurso, y eso es algo que debe alarmarlos, como a mi me alarma, si en realidad están dispuestos a entrar con pie derecho en el infierno de los escritores grandes.

En realidad, los concursos literarios patrocinados por las casas editoriales no favorecen a nadie más que a ellas mismas. Los editores piensan, como lo han pensado desde el día de infortunio en que fueron inventados, que son ellos quienes les hacen a los escritores el favor de publicarles sus libros, sobre todo a los escritores nuevos, y que, por consiguiente, son éstos quienes deben pagarles por la publicación. Un editor me dijo hace poco que la industria editorial no la hacen los escritores, ni los escritores y los editores juntos, sino sólo los editores. Yo le dije que eso era tanto como pretender que la industria petrolera la hacen solas las compañías petroleras, sin la modesta colaboración del petróleo. Esta concepción mesiánica de su propio destino es sin duda lo que ha inducido a las casas editoriales a la patraña de los concursos literarios. Los organizan y convocan con ínfulas de benefactores de la humanidad y arcángeles de la cultura, cuando lo único que hacen en realidad es promover el nombre de sus propias empresas a costa de los escritores que no tienen quién los publique, como no lo han tenido al principio de sus vidas ninguno de los escritores grandes que en el mundo han sido.

Se me ocurren estas reflexiones a propósito de la batalla justa y solitaria que está librando un joven novelista colombiano contra la agencia de la Editorial Plaza & Janes en Colombia, que ha instaurado en ese país un concurso anual de novela. El premio, según dicen las bases del concurso, es de 300.000 pesos colombianos: 6.000 dólares. Pero la verdad es que no hay premio, porque al ganador le hacen firmar un contrato en el cual se establece que esa suma es un anticipo sobre los derechos de autor, y por consiguiente será descontada de la liquidación periódica. Pero hay más. Los derechos de autor que recibe el favorecido no son del 10% sobre el precio del libro, que es lo normal, sino sólo del 7%. Esto quiere decir que con la venta de una edición de 3.000 ejemplares -que se vende sin dificultad, por la resonancia del concurso- el editor se paga todos los gastos, y se gana, además, la propaganda gratis que la Prensa le hace al concurso, con el apoyo de los organismos culturales y la participación jubilosa de los otros escritores y artistas. Un cálculo conservador de lo que Plaza & Janes se gana en propaganda gratis con su concurso anual es de unos tres millones de pesos. Es decir, que no sólo comete un atraco contra el escritor novato, sino que es éste el que le sirve al editor para enriquecerse más con el menor esfuerzo. Pero como si eso no fuera bastante, el contrato que le hacen firmar le asegura a la editorial los derechos del libro para toda la vida, y no por cinco años, como debe ser, y no sólo para una parte del territorio, sino para todos los países de lengua castellana. Sin embargo, tan pronto como se agota la edición del lanzamiento, el libro se queda prisionero del contrato sin la esperanza de una nueva impresion, y no circula en todo el territorio contratado, sino a duras penas en el país donde ganó el concurso.

Ese es el caso: no hay desgracia más grande en este mundo que la de ser escritor joven. Sobre todo en estos tiempos infaustos en que está de moda ser famoso. Antes, cuando los escritores jóvenes escribíamos porque no nos quedaba más remedio, teníamos además la ventaja de que los editores no nos hacían caso. Yo necesité cinco años para encontrar quien me publicara la primera novela, y el que encontré fue un pobre editor aficionado y sin recursos que se fugó del país huyendo de los acreedores. Eduardo Zalamea Borda, que era mi verdadero papá literario, llamó entonces a sus libreros amigos para que compraran el libro en los depósitos de la imprenta, y mis otros amigos de siempre escribieron las notas de Prensa para que se supiera que estaba ya a la venta. Hace unos pocos años descubrí que los ejemplares sobrantes de aquella edición indigente de mil ejemplares se estaban vendiendo en las calles de Bogotá a un peso cada uno, y compré todos los que pude, con la impresión de comprar las piltrafas sueltas de mi propio pasado. Me gusta contar estas cosas no por la obsesión de hablar de nosotros mismos, que tenemos los escritores, sino con la esperanza de que les sirva de algo a los que vienen detrás y creen todavía que es imposible vivir sin los editores. Un día -que ojalá no esté lejano- se convencerán no sólo de que es posible, sino de que es todo lo contrario: son los editores los que no pueden vivir sin nosotros. "Los pobrecitos editores".

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