Los recursos de la universidad y la autonomía
Vuelve a ser actualidad el proyecto de ley de Autonomía Universitaria, y vuelve la preocupación de los universitarios por algunos aspectos de dicho proyecto. No hace mucho tiempo, en el acto de su toma de posesión, mostraba el nuevo director de la Escuela de Telecomunicación su inquietud ante los problemas de la autonomía financiera de la universidad que, dijo, no parece vayan a poder ser resueltos mediante la regulación contemplada en el proyecto de la LAU. Me gustó oir la alusión de Vicente Ortega a este tema de los recursos económicos de la universidad porque, sorprendentemente, sólo rarísimas veces ha surgido en los debates suscitados por este proyecto de ley, cuando, a mi juicio, es cuestión clave para el desarrollo de la autonomía universitaria y su contribución al nacimiento de una nueva universidad más acorde con las exigencias actuales y menos estáticamente napoleónica.Hay que decir, sin embargo, que si es cierto que se ha echado de menos esta perspectiva en las que pudiéramos llamar discusiones públicas del proyecto, no lo es menos que ha estado muy presente en el ánimo de un buen número de profesores que están padeciendo los arduos y, a veces, insuperables problemas con los que tropieza, en la actualidad, quien desee hacer algo en el ámbito universitario que se salga de la rutina y del mero cumplimiento formal de las estrictas obligaciones académicas docentes. Lo que ocurre es que estas preocupaciones quedan circunscritas a ciertos círculos de profesores y alumnos, que, precisamente por estar muy ocupados con los problemas de la propia Universidad, se encuentran bastante alejados del Parlamento y de las inquietudes políticas de los ministerios.
Como el tema de la autonomía financiera de la universidad ya se ha debatido en otras ocasiones históricas, quiero traer un testimonio valioso por el prestigio intelectual de su autor y por la claridad con que está expuesto. En julio de 1919, don Miguel de Unamuno, cuando se reclamaba la atutonomía universitaria de entonces, escribió: "Suele decirse que las antiguas universidades españolas, Salamanca, Alcalá y otras, fueron autónomas; pero esto no es, en rigor, cierto. La universidad verdaderamente autónoma... no ha existido aquí... Las universidades mismas eran o de fundación pontificia, eclesiástica, o de fundación regia. La principal renta que percibía esta Universidad de Salamanca era como participante lego en diezmos, renta que debía la magnificencia de los papas o de los reyes. Y esto no es autonomía". Dejando a un lado el concepto de autonomía que tenía Unamuno y la hirsuta dialéctica de sus razonamientos, a la que el tiempo ha suavizado, lo que nos importa destacar de este texto es el nexo entre recursos y autonomía, que no ha perdido vigencia, por muchas aguas que hayan pasado bajo los puentes de la historia.
Sirva como ejemplo ele ello otra aseveración, ésta más actual y especialmente significativa por provenir de un alto cargo de la Administración, que viene a decir lo mismo que Unamuno, pero aplicado a una concepción moderna de la sociedad y del Estado; la escuché en una reunión de Ia OCDE en París, de labios de Eric Bates, director para las relaciones industrias-empresas en el Ministerio de Industria británico: "La única forma de que la universidad tenga una cierta independencia del Gobierno es que preste sus servicios a la sociedad y consiga con ello una fuente de ingresos que la libere de las presiones de los partidos políticos y de los intereses particulares; la libertad académica dependerá cada vez más de la posibilidad de obtener recursos de fuera. Insisto en que estas ideas provenían de un representante del Gobierno en un debate con universitarios y representantes de las empresas.
Si como es evidente, no es posible hablar de un mínimo grado de autonomía de la universidad sin la existencia de unos recursos económicos que la hagan viable, convendrá saber de dónde le pueden venir a la universidad otros recursos financieros al margen de los que procedan de los presupuestos generales del Estado. Dejando aparte las hipotéticas y episódicas posibilidades de recibir donaciones, muy utilizadas para la financiación de las universidades americanas y poco frecuentes, desgraciadamente, en las nuestras (pero que quizá en un sistema de autonomía real de las universidades podrían verse incrementadas), son tres las fuentes principales de financiación de la universidad: las tasas académicas, los ingresos por servicios de asesoría o contratos de investigación y los que puedan provenir de actividades de formación permanente. Si pensamos que las tasas académicas, que estarán siempre sometidas a algún tipo de control parlamentario y, por tanto, político, sólo representarán, en general, una aportación mínima en relación con las necesidades económicas de la universidad, nos quedan únicamente las tareas de asesoría, de investigación y formación permanente como posibles vías para la obtención de recursos "libres" en nuestras universidades.
Cara que no haya equívocos al respecto, hay que decir que estas actividades unen a su posible importancia económica una auténtica aportación vitalizadora para las
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enseñanzas universitarias. Efectivamente, como se ha dicho con ,frecuencia, no es posible hablar de universidad sin investigación, y habrá que empezar a decir que la universidad podría perder su papel protagonista en la enseñanza possecundaria si no es capaz de enfrentarse con el nuevo reto de la formación permanente. En otras palabras, parece que difícilmente podrá cumplir la universidad eficazmente su papel, en lo que se entiende como su labor docente en el ciclo tradicional universitario, sin profundizar en sus tareas de investigación y sin salir a la sociedad para conocer los nuevos requerimientos socioeducativos que plantea la formación "continua" de los que ya pasaron por sus aulas y también de los que no tuvieron oportunidad de pasar por ellas, lo que, a su vez, le lleva a la obtención de nuevos y valiosos recursos.
En una mesa redonda en torno a la financiación de la enseñanza universitaria en España, organizada hace, algunos años, por la Revista de Educación, me permití señalar al profesor García Añoveros -todavía no era ministro de Hacienda- que a su exposición, clara y precisa, sobre la financiación de la universidad le había faltado un aspecto que se salía de las relaciones universidad-alumno, universidad-sector público, en las que había basado su intervención; me refería, naturalmente, a la relación universidad-sociedad, dentro de la que la universidad prestaba sus servicios a los individuos, pero no sólo como alumnos en el sentido tradicional, sino como miembros de una colectividad social, y también a las empresas, tanto públicas como privadas. Mi conclusión era que estos servicios podían y debían ser pagados con precios reales. Aunque el profesor Añoveros aceptó en su réplica mi sugerencia de que la universidad pudiera prestar servicios nuevos y que, a través de ellos, pudiera encontrar unas vías diferentes de financiación -e incluso, si mal no recuerdo, se refirió a un ejemplo práctico en el que él mismo había participado-, la verdad es que estas posibilidades, en sus palabras, sólo se contemplaban de forma remota y secundaria, mientras que lo que yo tenía in mente era la necesidad de que dichos servicios se potenciaran y adquirieran un relieve que nunca habían tenido en la universidad española.
Como final de estas cortas reflexiones, quisiera dejar planteada una interrogante respecto a si con el proyecto de ley actual, que alude, efectivamente, con carácter genérico y programático, a las actividades de investigación y formación permanente y a la necesidad de prestar atención a las exigencias del entorno socioeconóimico de cada universidad, se podría llegar a establecer un marco de autonomía real en el que las iniciativas que se puedan tomar en estos campos no sólo no encuentren obstáculos, sino que sean estimuladas y favorecidas. En otras palabras, me pregunto si, con la nueva ley, la universidad va a tener posibilidad de romper el estrecho marco en el que se habría de seguir moviendo si continúa su situación de total depen dendia de la Administración y si va a poder realizar tareas de investigación y formación permanente para la sociedad, teniendo capacidad para poder uTilizar, con el control necesario, pero con la flexibilidad suficíente, los fondos que por estos conceptos le pudieran llegar.
Creo que ahí está el verdadero escollo de la autonomía universitaria. La contratación de profesores, los planes de estudio, los órganos de gobierno o las normas electorales para cubrir los puestos de responsabilidad académica quedarian mediatizados sin esa mínima garantía de autofin anci ación. No estaría de más, por tanto, el discutir con un poco de sosiego, con la participación de los universitarios, de los empresarios, de la Administración y de cuantas instituciones estuvieran interesadas en el tema, las posibilidades que se podrían ofrecer si se establecen unas normas flexibles y adecuadas para, lograr la llegada a la universidad de unos recursos financieros adicionales que aunque, al menos, en un principio, puedan ser mode.stos, contribuirían a reforzar la autonomía de la universidad en uno de. sus aspectos más frágiles y problemáticos.
Es evidente que si la universidad hubiese de depender totalmente de este tipo de ingresos se podría producir una degeneración de la vida universitaria al polarizar. y comercializar sus actividades hacia unos objetivos puramente conómicos; de ahí la importancia de la aportación estatal para garantizar el sosiego y la generosidad que requiere el trabajo universitario. Pero parece igualmente evidente que la total y descansada confianza en los recursos del Estado puede fomentar actividades rutinarias y una falta de vigor y de empuje tan peligrosos como la tentación comercial. ¿No se podría lograr,cierto equilíbrio fomentando unas relaciones más fluidas de la universidad con su entorno social? Esta posibilidad no debería de olvidarse a la altura de 1981, en una nueva regulación de la vida universitaria, cuya diversificación viene impuesta por la pluralidad y la heterogeneidad de sus nuevas funciones. Y tampoco debería olvidarse, que la variedad de sus fuentes de ingresos podría garantizar una mayor libertad, al compensarse unas con otras las posibles tentaciones nacidas al aire de los distintos puntos de origen de su financiación.
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