Un desafío a nuestra universidad
Hay por lo menos tres razones por las cuales la universidad española debe recibir urgentemente una nueva y amplia normativa. En primer lugar, la razón pragmática: en la actualidad, nuestras universidades viven en una extraña condición de alegalidad en la medida en que gran parte del dispositivo jurídico que regula su actividad tiene una procedencia sospechosa por cuanto emana del anterior régimen y la comunidad universitaria no siente, lógicamente, reflejadas en él sus necesidades ni sus aspiraciones. Hay, en segundo término, una razón de reforma institucional: con independencia de las diversas posturas políticas e ideológicas que se entrecuzan y chocan en el terreno de la organización de la enseñanza superior, quizá no sea exagerado afirmar que, en su situación actual, la universidad española está seriamente lastrada por las consecuencias de un largo aislamiento, paralelo a una intensa expansión cuantitativa, que han abonado el terreno para el desarrollo de procesos endogámicos, de redes clientelísticas y de incorporación escasamente discriminada de profesorado. El resultado ha sido una baja alarmante de la calidad de la enseñanza y la incapacidad, relativa, por suministrar un producto acorde con las exigencias de una sociedad en cambio acelerado. La tercera razón es de naturaleza terapéutica: como han clamado tantas voces en el desierto, la universidad necesita enfrentarse con sus propias responsabilidades, quitarse de encima la cómoda coartada (en parte justificada, sin embargo) de que la prepotencia ministerial ahoga los intentos renovadores, y recibir con urgencia inyecciones que eleven su nivel de competitividad interna. Se requiere, en resumen, pasar de un régimen de mediatización paternalista por parte de la Administración, y de manipulación endógena por parte de un segmento cualitativamente significativo del profesorado a otro sistema de responsabilidad en libertad.Una situación constreñida
Bajo el aparente manto de centralismo reglamentista, la universidad española se encuentra hoy en una situación de cierto desorden en cuanto a organización y contenido de la enseñanza. Además, sin negar la existencia de sectores con una dedicación y una vocación admirables, está desmoralizada y frustrada. Lleva cuatro años, al menos, esperando un cambio normativo que no llega a producirse, y sigue generando graduados con una formación crecientemente disociada de las necesidades del aparato productivo. Se ha convertido en un sistema social relativamente cerrado en sí mismo, con reglas y ritos de paso sui géneris que no suelen documentarse ni iluminarse y que le hacen correr el riesgo de perder la posibilidad de hacer frente a las restricciones cuantitativas y cualitativas que impone la crisis de los años ochenta.
Sería ilusorio pensar que un país que ha atravesado tan peculiar experiencia transicional como la española, en el ámbito político e institucional, pueda pasar de una universidad moldeada por la incompetitividad y la deformación del aislamiento a la asunción mimética de estructuras organizativas arraigadas tradicionalmente en sociedades abiertas muy diferentes. También sería ilusorio creer que el proceso de cambio necesario pudiera impulsarse desde otras cotas que las transaccionales.
Así pues, entiendo que ese nuevo cuadro normativo que espera ansiosamente la universidad ha de estar balanceado de tal suerte que siente las bases del cambio futuro, que enfrente a los universitarios con sus propias responsabilidades y que ofrezca una solución concertada al tema que, en detrimento de casi cualquier otro, ha constituido la preocupación dominante de la mayoría del profesorado, numerario o no numerario: la distribución o reparto del poder universitario tal y, como se manifiesta en la pervivencia -y esclerosis- de los mecanismos de cooptación, llevados a un extremo de rara perfección en la universidad franquista, y que se diferencia nítidamente de los homólogos de nuestro entorno cultural en la medida en que pueden hacer caso omiso de casi cualquier medida objetiva de performance, cultural o científica.
En consecuencia, una ley de Autonomía Universitaria tiene que estar profundamente marcada por unos constreñimientos inexorables: por la situación de la universidad actual, deformada por un largo proceso histórico; por el equilibramiento de sectores que proyectan, a veces acríticamente, modelos ideológicos sobre un medio que se autopresenta como reacio a ser moldeado desde fuera; por la necesidad de transacción, corolario de la correlación de fuer
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zas políticas y, por último, aunque no en último término, por el lastre que arroja la elaboración de un proyecto legislativo que dura ya más que la que dio base a la Constitución, o que la que amparó el desmontaje institucional del franquismo.
Pasos de gigante
Desde que a raíz del 23-F un Parlamento humillado por las botas de presuntos salvadores de la patria decidió reenviar -el proyecto de ley de Autonomía Universitaria, retirándolo del orden del día del Pleno, a la comisión correspondiente, y ésta lo pasó a su vez al nuevo informe de ponencia, creo que sólo desde posturas ideológicas inasequibles al desaliento o desde la defensa a ultranza de privilegios establecidos, podría argumentarse que no se han dado, dentro de los constreñimientos arriba apuntados, pasos de gigante, a la vez que se ha respetado lo mejor de la labor anterior.
El segundo informe de ponencia ha abordado transaccionalmerite una regulación mucho mejor perfilada del espinoso problema de la selección del profesorado, y la ha abordado no desde el vacío, sino desde la dramática situación en que hoy este tema se encuentra: se han introducido niveles de requerimiento mínimos a escala nacional -pruebas habilitantes- desde los cuales las universidades podrán recibir profesorado permanente; se ha abierto el abanico de posibilidades a la contratación con tenure y se ha arbitrado un sistema transaccional para que una parte del profesorado no numerario con título de doctor acceda desde su posición, jurídicamente insegura, a una situación consolidada. Muchos de quienes en los últimos años han padecido las consecuencias de las relaciones de mandarinazgo podrán traspasar ahora la frontera que divide a los numerarios de los no numerarios.
En segundo lugar, se han reestructurado los órganos de gobierno de las universidades, manteniendo los mecanismos de articulación de éstas con su entorno geográfico y social, y se ha dado mayor peso a los académicos para resolver problemas académicos. El equilibrio en materias de distribución de poder no es nunca un tema cerrado. A quienes objeten que el nuevo informe de ponencia desciende a detalles reglamentísticos, cabe responder que ello ocurre así porque quienes han participado en su redacción conocen bien las miserias universitarias y, por mayoría, desconfían de la capacidad de segmentos cortocircuitados por el favor o el digitalismo para ampliar el margen de democracia en nuestras universidades: son la autoridad política y la legitimación moral del Parlamento las que deben definir los límites de reparto del poder universitario.
En tercer lugar, el proyecto de ley crea un ámbito de autonomía de las universidades, frente a las autoridades centrales y frente a las autoridades regionales, reconociéndoles, a través de la elaboración de sus propios estatutos, una posibilidad de autogobierno y de autogestión de la que hasta ahora carecían, en consonancia con las tendencias que predominan en nuestro entorno geográfico y cultural.
Un reto
El renovado proyecto de ley de Autonomía Universitaria es el resultado de un complejo y delicado proceso de transacción democrática. No traduce posturas maximalistas y sí la preocupación por retar a las universidades a que encaucen su cambio, inesquivable y urgente. No implanta modelos exóticos, desconectados con el aquí y ahora universitario, o con el marco general en que se desarrolla la evolución política y social de este país. Configura la esperanza en la universidad que absorbe recursos escasos y que contribuye a la estructuración del futuro. En una época de crisis es el Parlamento el que debe lanzarle el desafío que no pudo formular el franquismo.
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