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Reportaje:

Los clientes de Fidecaya exigen con impaciencia la devolución de sus ahorros

El asunto Fidecaya reposa hoy en los portafolios de los ministros. Y de ellos no se sacará hasta el próximo día 4, fecha en que el Gobierno tiene una cita para zanjar la crítica situación que atraviesa la entidad. Entre tanto, en docenas de pueblos se vive con vehemencia, pasión, legítimo egoísmo y, en algún caso, violencia verbal o física la intervención de Fidecaya por el Estado.Es difícil, muy difícil, explicar a cientos de depositantes de Fidecaya qué significa la intervención que sufre la entidad. El Gobierno manda. No ingresos, no reingresos, puertas abiertas, cajas fuertes vacías. Fidecaya no puede operar. Muchos no lo entienden. No confían que un día se les devuelva parte o todos sus ingresos a pesar de las promesas oficiales de la Administración. Son clientes adictos que soñaron cada mes con duplicar sus ingresos en los sorteos de Fidecaya; son personas, muchas, que rezan por una abundante cosecha, porque no se les rompa el camión o porque su hijo pueda hacer el convite de boda más suculento; son muchos, la mayor parte, vecinos rurales cortos en conocimientos financieros y largos en espíritu de ahorro.

Un conocido les comenta en la cantina que un familiar le dijo que había oído que en Fidecaya pasaba no sé qué cosa. Por supuesto, mala. Como el periódico es un lujo baldío y la televisión un entretenimiento, se dirigen a la oficina o al delegado de Fidecaya en el pueblo y piden la devolución de su dinero. No sirven explicaciones sobre la intervención de Fidecaya. «Yo el dinero se lo di a usted, y usted me lo devuelve ».

Tampoco sirve mostrar una carta firmada por el director general de Seguros en la que se garantiza la devolución de una suma de dinero, 200.000 pesetas, superior en el 91 % de los casos a los depósitos realizados por los 240.000 impositores que tiene Fidecaya.«A mí eso», la co municación oficial con membrete del Ministerio de Hacienda, «no me vale. Yo quiero que usted me firme que voy a cobrar». Se les pide paciencia. «Yo quiero mi dinero..., y ahora». E insisten: «Yo le di mi dinero a usted, y usted me lo devuelve».

Entonces es cuando el empleado de Fidecaya, o el delegado rural, le sugiere que vaya a buscar a un notario para levantar acta de la negativa de reintegrar dinero. «¿Y quién paga al notario?». Llega el momento en que el cliente, insatisfecho, escéptico y malhumorado, refunfuña algo que suena a amenaza física: «Algo tendré que hacer, tendré que pensar en otras medidas». Numerosos depositantes de Fidecaya aún no conocen la situación en que se encuentran sus ahorros. Porque el pueblo vive la recolección, porque está ajeno al contacto con el mundo más allá de sus montes o... porque el delegado no ha tenido arrestos para informar.

Otros depositantes sintieron en sus carnes la intervención: el transportista de Talavera que no ha podido pagar una carga de patatas, el ama de casa que no ha tenido dinero para abonar la reparación hecha por un fontanero o el comerciante que no está en condiciones de afrontar una letra.

Amenazas a los delegados

La violencia ya se ha cebado en algún delegado. El de Linares recibió días pasados una soberana paliza y aún permanece ingresado en un centro hospitalario. Ellos son, los delegados, los que a través de la amistad han conseguido que muchos españoles pensaran en el ahorro productivo y cambiaran de lugar el dinero: del ladrillo a Fidecaya. Los delegados son ahora el blanco de las iras de los depositantes. Además se consideran víctimas de una situación que ellos, está claro, no han creado. «Me hace polvo pensar», son palabras de Tomás Martínez, de 57 años, curandero, delegado de Filecaya en Sevilleja de la Jara, un pueblo de Toledo de seiscientos vecinos que tiene depósitos por valor de 45 millones de pesetas, «que alguien crea que he tratado de hacerle mal. Yo no duermo, ni vivo, ni quiero salir a parte alguna. No sé por qué, pero nos hemos jugado la dignidad, el honor y todo. No sé qué va a pasar. Espero que se solucione todo. ¡Yo he vivido tan cerca de estos ahorradores, tan cerca de mi pueblo! No me duele tanto el dinero como la persona. Este ahorro de 200.000 pesetas se lo han sacado de las entrañas de su cuerpo».

Fidecaya, desde su fundación, buscó delegados en los hombres buenos del pueblo. Y creyó encontrarlos en labradores, carteros, peones camineros, alguaciles, camareros, carniceros, maestros o cerrajeros. Es una extensa nómina que desde hace casi medio mes recibe amenazas o insultos de todo tipo. Es un colectivo. que tiene muy poca información de la marcha de la sociedad, un colectivo que uno de estos días descubrió que Fidecaya pasó muchos apuros meses atrás, cuando el Gobierno estuvo a punto de proceder a su liquidación forzosa y no lo hizo porque Edmundo Alfaro compró la entidad.

Ahora este colectivo de delegados, que da gracias a Dios por la intervención ante la avalancha de reintegros, es presa de los nervios porque todos los días se presentan nuevos clientes, más angustiados, que exigen su dinero. Ellos todavía creen que los clientes no les han quitado la confianza. «Siguen esperando nuestro milagro», piensan. Pero temen que el Gobierno no se dé prisa en proceder al reintegro del dinero. Algunos están de vacaciones y no tienen ninguna gana de volver; otros sufren depresión nerviosa y les queda corto el día para permanecer en cama; muchos, los más, siguen al frente de las oficinas participando la información que tienen a todos los clientes.

La persona de Edisio Gay, director del núcleo de Talavera de la Reina, responsable de 74 delegados, un pasivo próximo a los 250 millones de pesetas y 3.400 impositores, no es ajena al tráfago de amenazas que circulan sobre el personal de Fidecaya. El y su familia han sido amenazados de muerte por teléfono por una voz anónima. «Yo entiendo los sentimientos de los depositantes de Fidecaya, porque una gran parte de ellos tiene aquí sus ahorros por amistad. Nosotros les brindamos confianza desde hace muchos años y ahora se sienten defraudados y heridos en algo tan sensible como su ahorro, que es parte de su piel».

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