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Tribuna
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El decir y el hacer de José Hierro

Querido José Hierro: los duendes de la imprenta no siempre están de acuerdo con los de las letras. En el artículo que te he dedicado y que me hizo el honor EL PAÍS de publicar en sus páginas, desapareció, sin que nadie tuviese en ello -sólo los duendes- arte ni parte, un final que ahora publica el mismo periódico en alarde de cortesía hacia ti, hacia mí y para con la ciudad de Santander, que mis líneas evocan y en uno de cuyos más bellos parajes se te acaba de tributar un homenaje. Son estas líneas un juego en el cual voy construyendo frases con títulos de libros tuyos y de otros poetas del grupo Proel. Os reuníais, durante los primeros años cincuenta, en un barracón entre los tantos que después del incendio que asoló nuestra ciudad hubo que edificar. El barracón estaba siempre húmedo, y yo pensaba entonces que esa humedad era como un modesto símbolo de la victoria en Santander del mar sobre las llamas. Vuestra voz era el arpa en la que se acordaba esa victoria. Vosotros fuisteis, uno a uno, sus diferentes cuerdas; tú, la cuerda vibrante; Hidalgo, la sombría y geocéntrica; Salomón, la precisamente melancólica; Maruri, la más aguda, la de las ensoñaciones enloquecidas. Ya ves, querido José Hierro: para escribir sobre tu silencio me he visto obligado a hacerlo dos veces; me doy agradecidamente por vencido.Sin pretensiones de una poética común; sin manifiestos que los disimulasen ante un lector hipotético, ya que la poesía «es una materia prima hermosamente anticomercial»; por el solo hecho de ser todos poetas en una ciudad en la que «todo lo puede el viento» edita Hierro sus primeros, definitivos libros en compañía y simultáneamente con José Luis Hidalgo, Carlos Salomón y Julio Maruri. Han pasado los años, los muertos han echado raíces en la región luciente, la sed ha hecho que busquen las aves sus primeros nidos y que se cansen los niños de tener que jugar a ser hombres. ¿Son éstas las «evidencias de tiempo» que necesita el poeta para estar vivo? El tiempo -muy bien lo sabe Hierro- es un espejo, que nos duele cuando la imagen que refleja no ha acabado entre las cosas impertérritas, puesto que asoma en ella, resaca inconfundible, el diario y vespertino reencuentro con los muertos. Muertos, sí, pero nunca acabados: «que una vez han sentido en sus manos temblar la alegría».

Seis veces le han sorprendido a José Hierro los laureles de un premio; otras tantas que un jurado se ha honrado al concedérselo.

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