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La montaña

¿Era Dios más grande cuando se manifestaba en el Sinaí, según la conocida metáfora oratoria de don Emilio Castelar, o era la montaña señera sobre las tierras abrasadas de aquella península la que por sí sola llenaba de pavor a los errantes nómadas que pastoreaban rebaños por sus contornos? El monte, de suyo, es un elemento místico y aun mitológico por su misterioso, lejano y silencio so contenido. Brota del nivel de la llanura y se escapa hacia las nubes, envuelto en vegetación frondosa, en rocas desnudas, en cascadas sonoras o en nieves perpetuas. Tiene la soberbia del poderoso y el secreto indescifrable de su razón de ser. ¿Habéis contemplado de cerca el semoviente perfil de un glaciar? Es como la erupción de un volcán de hielo, una corriente de lava gélida que trae en su rígida blancura verdiazul el soplo de una eternidad de espacios fríos de los que está lleno el universo que nos circunda. El adolescente, de Dostolevski, define el mundo final como un inmenso globo de hielo errando por los espacios.No sé a ciencia cierta cuándo empezó por parte de los hombres primitivos el culto de la montaña. Pienso que muy lejos, en el túnel del pasado prehistórico; quizás conjuntamente con la adoración del agua, del árbol, y del Sol y de la Luna. Todavía hoy, la montaña encierra un principio de respeto y de admiración por parte de los humanos que residen en sus cercanías. En Agreda o Tarazona se habla del Moncayo y de sus nieves como en Benasque se menciona al Maladeta o en Interlaken a la Jungfrau. Se mira a la cumbre buscando una respuesta al interrogante meteorológico, pero también por pura intuición estética. Las cimas excepcionales llevan consigo un espectro de cromatismos cambiantes desde la balbuceante y rosada amanecida hasta la púrpura melancólica del sol que se despide. Las gentes que viven en los barrancos y laderas de la montaña tienen por lo común un sello inconfundible que los perfila con identidad precisa. Son reconcentrados y silenciosos. El monte les ha contagiado algo de su impasibilidad. Parece como si en los meses floridos y soleados del breve verano adivinaran ya la llegada de los fríos anticipados, de la nieve prematura, del aislamiento de los caminos, del encierro obligado de tantas horas en el hogar bien defendido contra los cierzos implacables.

La historia humana se hace en torno a la montaña y a la llanura en un contrapunto de talantes diversos. Hay pueblos de montaña y pueblos de llanura. El monte Sinaí sirve para comunicar en lo alto el Decálogo a Moisés, que asciende en solitario a la cumbre para escuchar el mensaje divino mientras su pueblo espera en el desierto. El monte Ararat recoge la frágil barcaza en la que los sobrevivientes de la inundación de la Mesopotamia embarrancan al descender las aguas. El monte Tabor sirve de escabel para que Cristo se transfigure ante tres de sus discípulos. El sermón de las Bienaventuranzas lleva el nombre de la Montaña. Al huerto de los Olivos se le llama monte. El Gólgota, aunque simple eminencia, es un monte en miniatura.

El Parnaso es una montaña altísima y llena de aguas y de cuevas en la que convivían Apolo con las musas, contemplando desde su cima el ciego destino de los humanos, mientras que desde otro monte, el Olimpo, los doce dioses griegos reinaban sobre el mundo. El Capitolio, una de sus colinas, es también la montaña sagrada de Roma. El Moncayo albergó a Hércules, cuyo recuerdo se refleja en algunas fachadas de las cercanas ciudades de la ribera del Ebro, y en sus enormes simas se refugiaba Caco, el temible ladrón de ganados cuyo nombre llega en España al lenguaje coloquial de nuestros días. No hay montaña importante que no lleve consigo un recuerdo mítico. En mi tierra hay un macizo, el Amboto, en el que una dama: misteriosa -Mari- vaga por sus contornos, anuncia males y beneficios desplazándose en la clandestinidad de la niebla.

El misticismo tradujo en símbolos montañeros la ascensión espiritual del hombre hacia los niveles de la contemplación de Dios. Algunos de nuestros místicos describen esa escalada con rigor topográfico. Hablan del camino que conduce a la meseta desde la que la ascensión última es posible. «Mi amado, las montañas», dice la estrofa de san Juan de la Cruz. En documentos suyos de la época se conservan no menos de cinco dibujos del monte, autógrafos que representan la sublime cordillera que no se alcanza sino a través de la puerta estrecha de la renuncia y de la entrega de la persona a la voluntad divina. Pedro Sainz Rodríguez, la autoridad máxima de la literatura espiritual española, me decía que había un criterio de clasificación de los autores de ese tiempo por la analogía de los símbolos metafóricos que emplean en sus textos. La montaña o cumbre mística es uno de los más conocidos e importantes.

Cuentan que Hegel quiso conocer el Alpe. Guardó silencio largo rato ante el espectáculo y dijo simplemente: «Luego esto es así». Rousseau fue, después de Petrarca, el pionero del montañismo literario, el que inventa el paisaje de las alturas como estado de ánimo del caminante. «Parece que al ascender, dejando abajo las ciudades del hombre, se abandonan los sentimientos vulgares y terrestres, y el alma se contagia de la inalterable pureza de las regiones etéreas. Se vuelve uno grave, sin melancolía; apacible, sin indolencia; satisfecho de ser y de pensar. El aire saludable y bienhechor de la montaña puede ser uno de los grandes remedios de la medicina y de la moral». El gran ginebrino se detuvo ahí porque era paseante auténtico de la montaña. Pero Chateaubriand, que no era alpinista, sino salonnard, añadió un nuevo elemento al paisaje alpino, explicando que la montaña, como escenario de poesía y de meditación, «se convierte en algo que la pasión del escritor, su talento y su musa ha coloreado, definido y llenado de contenido desde el contorno de las cimas hasta los barrancos de su declive». Es decir, que el paisaje literario del monte se convierte en una invención lírica del escritor.

Entre nosotros no hay apenas descubrimiento del alpinismo literario hasta el 98 y los montañeros de la Institución Libre, activistas enamorados del paisaje y de la naturaleza. Salvo Alarcón en su Alpujarra, no hay rastro importante de montañismo en las obras del romanticismo, ni siquiera en Galdós. Es quizás don Miguel de Unamuno el primero de nuestros escritores que sube a las montañas para contemplar el suelo español desde las cimas. El Almanzor, la Peña de Francia, el Gorbeya, el Urbión, los Picos de Europa, el Moncayo, los Pirineos, el Teide, fueron itinerarios de sus incansables andanzas. Unamuno, como buen vasco. era hombre de montaña. Hasta tuvo el humor de escribir cantos al Pagazarri y al Archanda, los montes que rodean Bilbao, cotejándolos con el Apenino toscano que envuelve a Florencia en sus rientes laderas, mientras la riega el Arno, como a la Villa, el Nervión. Don Miguel solía repetir un texto de Joan Maragall: «Jo no sé lo que teniú que us estimi tant, muntanyes». Y también saludaba en Mosén Cinto y en Balaguer a los primeros poetas hispanos que habían escrito largos poemas a la montaña en su lengua nativa.

Otro nombre de nuestra literatura que trasciende montañismo es el de Ramón de Basterra. El Pirineo está presente en su obra poética de forma perenne. En Los labios del monte exalta el contenido esotérico de la montaña y su vinculación con la historia. «Soy tus labios, montaña», escribe. Sus definiciones de la cordillera fronteriza son memorables: «De cabo a cabo del Pirineo, de Cataluña a Galicia, corre una médula en la cavidad del hueso montañoso que contiene una moral de acción que tiende a dotar a la vida del máximo de movilidad. Un aliento de maestro de obras emana del Pirineo, hermano del viento, albañil infatigable de las cumbres». Y más adelante traza las estrofas difíciles, ásperas, conceptuosas, en lucha con la lengua, pero rezumando poesía racional en el himno montañero: «Los montañeses del mundo podemos darnos la mano/Los montañeses del mundo somos masonería/ Nuestras almas las tejen conservación y altanería/... Y la libertad se marchita en las llanuras/La ingenua libertad no es sino -flor de las alturas». El montañismo literario de nuestros días tiene en la prosa de Cela, jocunda, sustanciosa, proteica, su más alto valedor.

Cuando vengo a la tierra vasca para el descanso estival me asomo a la montaña de los prados goteantes en la que los helechos humildes escoltan la vereda que lleva a la cima. Desde allí se adivina la mar cantábrica, la otra componente emocional de mi país: Cordilleras azules y la interminable soledad de las aguas grises y plateadas. El hombre de la ciudad enmudece un instante para recoger su espíritu ante la grandeza de la montaña y la inmensidad del mar.

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