Un artista de avanzada
Como todos los aficionados a los papeles y libros viejos, llevo años encontrándome muy a menudo con la firma de Puyol, esa firma que él supo convertir en dinámico anagrama. Hasta 1939, Puyol encarnó, con más coherencia y tesón que nadie, los presupuestos políticos y estéticos del arte de avanzada teorizado por José Díaz Fernández o por César Arconada. Suyas son las mejores cubiertas de libros de los años veinte; las caricaturas más eficaces y malvadas de la década siguiente, y un número considerable de carteles bélicos, de esos que han vuelto a ser de dominio público gracias a las empresas particulares de Ricardo de la Cierva.Puyol hizo tantas cosas antes de 1939, y era tal en cambio la ausencia de rostros suyos con posterioridad a esa fecha, que uno le daba por desaparecido entonces: otros nombres para la lista de los españoles devorados por la historia.
Cuál no sería mi sorpresa, por tanto, cuando, el año pasado, unos amigos algecireños me hablaron de Ramón Puyol, de un Ramón Puyol aún en actividad, vecino de la ciudad en que naciera, en 1907. Gracias a estos amigos, una tarde soleada del pasado mes de diciembre la pasé charlando en el modesto pisto que el artista poseía frente al Peñón. Mi interlocutor era un anciano achacoso, pero de una inesperada lucidez, que se acordaba de todo y que, por encima del desánimo, se emocionaba al rememorar el pasado. Un pasado que para él no se limitaba, de eso me di cuenta en seguida, a la guerra y sus vicisitudes. Le recuerdo más locuaz, más vivo, evocando las lámparas de Pombo o los escaparates de la Ciape.
Después volví a Algeciras en los últimos días de mayo, con motivo del homenaje de la ciudad a Ramón Puyol. Me tocó hablar de su labor como portadista en el contexto de¡ libro español en las primeras décadas del siglo. La conferencia en seguida se convirtió en un, para mí, insólito mano a mano. Puyol me interrumpía constantemente, iniciaba disgresiones. Una referencia mía al libro modernista catalán traía un elogio suyo del frívolo y sutil Xavier Gosé. Una mención mía del simbolismo negro del primer Bartolozzi se complementaba con una reivindicación suya de otro dibujante de negros fulgores, y aún más olvidado: Romero Calvet.
Ahora me llaman los amigos algecireños para decirme que Ramón Pujol acaba de fallecer y, más allá del recuerdo personal, intento fijar definitivamente la imagen del artista. Me doy cuenta de que hay dos Ramón Puyol: el de antes de 1939 y el de después. Pienso que jamás he conocido caso más radical de exiliado interior, de creador para el cual la entrega a las circunstancias fuetan total que, una vez abolidas esas circunstancias, le fue imposible renacer, y hubo de esforzarse en sobrevivirse a sí mismo lo más dignamente que pudo.
Lo más conocido de toda la producción de Puyol es su obra de los años treinta para el PCE y organizaciones afines: caricaturas, carteles, folletos, decorados de teatro... Estudiosos del arte de circunstancias que floreció durante la guerra civil, como Valeriano Bozal o Carmen Grimau, han subrayado la decisiva importancia de esa faceta de la labor del artista algecireño, que supo poner al servicio de la causa republicana sus innegables dotes de grafista. Sin embargo, en la medida en que el artista ético se ve siempre sometido a más servidumbres que grandezas, y en la medida en que sólo mala nostalgia pueden hacer del recuerdo partidista de aquella guerra, uno siempre ha considerado más importante una faceta menos conocida de la obra de Puyol: su mencionada labor como diseñador de cubiertas.
Manejando claves vanguardiastas, poscubistas, art-déco, muy pronto se convertiría en el portadista de avanzada por excelencia. «Casi todas las cubiertas», me decía no sin humor, «eran mías». Suyas eran muchas, desde luego, empezando por las de las novelas de John dos Passos, de los expresionistas alemanes o de los escritores soviéticos. Como suyo era el estilo, pronto imitado: tintas planas, juegos volumétricos, geometría, dinamismo de descendencia futurista, detalles humorísticos. Centenares de cubiertas, muchas de ellas magistrales, que siguen esperando el día en que alguien se decida a recopilarlas, a estudiarlas. a valorarlas como es debido.
El Puyol de posguerra pasó por los amargos trances que el vencedor reservó a los vencidos. Tras varios años en la cárcel, salió a una libertad vigilada. Apenas realizó ya nada en el campo del diseño gráfico. Volvió a la pintura, cultivando una suerte de impresionismo que a veces se arremolinaba en vehemencias fauves. Por sus cuadros desfilaron los motivos de su barrio madrileño, el Rastro; y luego, cuando volvió a su ciudad natal, los ralos paisajes de la bahía. La diferencia de proyecto era tan abismal respecto a su trabajo de preguerra, que, realmente, uno podía pensar que se trataba de otro artista. En esa medida, Puyol fue realmente otro nombre para la lista de los españoles devorados por la historia.
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