La imaginacíón, a los museos
Desde siempre, los museos han tenido algo de sagrados. Desde siempre han producido en los visitantes ese temor reverencial y esa fascinación que R. Otto atribuía a los santos. Ello explica que incluso los no interesados en el arte se hayan sentido obligados, al visitar una ciudad, a acercarse a sus museos. Y quedamente, sin alzar la voz, como en presencia de lo numinoso, han recorrido salas y salas habitadas por los dioses y los héroes, por los grandes nombres de la historia y por los artistas. En su novela La taberna, entre compasivo y sarcástico, Zola describe la visita que la comitiva nupcial de Gervaise y Coupeau, para hacer tiempo entre la ceremonia y el banquete, realizan al Museo del Louvre. Esa caricatura un tanto patética es reveladora. «Todos ellos estáticos, inmóviles, permanecían callados... Aquí no hay más que obras maestras», murmuraba en voz baja (Madinier), como si estuviesen en una iglesia. Precisamente.Todo lo que rodea a los museos ha sido hasta ahora serio y solemne, como sus mismos directores, que son sabios solemnes y serios. (Lo cual facilita -dicho sea de paso- que de algunas colecciones se pierdan a veces algunas piezas. Los sabios, ya se sabe, son muy distraídos). Serios también, y sin duda aburridos, los bedeles han vigilado las obras maestras y han amonestado a quien se ha atrevido a acercarse demasiado. Y siempre en alguna sala, desde un cuadro, un personaje ha seguido con su mirada a los visitantes de una punta a otra. Un vigilante más.
Claro que los museos son inevitables, aunque la posibilidad de gozarlas obras de arte venga lastrada por la devaluación y hasta el aburrimiento que produce su acumulación. Por eso van surgiendo en los museos de Europa una serie de iniciativas para llevar la imaginación a sus instalaciones. Y a la vez aparecen aquí y allá instituciones que no son propiamente museos: casas de la cultura, centros artísticos, más vivos, más cambiantes, no limitados a una actividad, sino abiertos a manifestaciones diversas.
En pleno centro de Estocolmo, la Casa de la Cultura ofrecía, el verano pasado, en sus cinco pisos, biblioteca y hemeroteca abiertas a todos (con los periódicos españoles del día), un taller artístico para niños y jóvenes, una muestra de fotógrafos suecos, una gran exhibición sobre treinta años de Estocolmo. No lejos de allí, la Galería Nacional, un museo absolutamente clásico, ofrece conciertos periódicamente. Se podrían poner más ejemplos, pero sin duda el paradigma es el Centro Pompidou. En la época de que hablamos convivían allí las caricaturas de Dubout, las esculturas un tanto esperpénticas de Niki de St. Pliale, una exhibición de cartografía y una muestra sobre el pasado y el futuro del turismo y los viajes. Todo ello además de sus múltiples actividades y de sus colecciones fijas. Si en la explanada que da espalda al centro artistas espontáneos multiplicaban sus canciones, mimos, volatines y cabriolas, todo ello no era sino prolongación coherente de un, museo lúdico y vivaz.
Línea didáctica
Naturalmente, los museos clásicos son menos maleables. Pero aún en ellos caben las transformaciones y las iniciativas.
Una serie de ellas tienen que ir necesariamente en una línea didáctica. En el Museo de Hamburgo un video va pasando ininterrumpidamente documentales de arte. Por diez simbólicos pfennings se pueden tomar fascículos coleccionables de temas artísticos. Y una zona del museo está dedicada a explicar gráficamente el mundo de los artistas clásicos: sus materiales, sus temas, su financiación, su consideración social. En el Museo de Düsseldorf, cada sala está precedida de una explicación sobre la época a que está dedicada, su estilo, sus temas, etcétera. En esta función didáctica colaboran también las diversas asociaciones de los museos, que asumen una labor difusora del arte y colaboran también a nuevas adquisiciones.
La segunda línea por la que pueden discurrir unos museos más imaginativos es la lúdica. Desde el museo dedicado a Thorvaldsen, en Copenhague, con sus sucias, tristes y aburridas estatuas de escayola, hasta el Museo Romano-Germánico de Colonia, donde los niños pueden jugar con las estatuas, columnas y sarcófagos, el paso que se ha franqueado es gigantesco. Pero la misma intención tienen la venta de reproducciones de piezas de orfebrería o cerámica, la venta de carteles, de diapositivas, de libros. En el Metropolitan, de Nueva York, se puede encontrar un cartel de Juan Gris de 1973, uno de Steinberg del año setenta o bien carteles de la época dorada de Hollywood. ¿Y no deberían hacer los museos ediciones de grabados a precios asequibles para que los aficionados sin grandes medios puedan acceder a la posesión de firmas originales?
Ahorro de luz
Aunque la actitud de las salas y, los museos en España ha experimentado avances considerables, poco de todo lo dicho ha llegado todavía a sus ámbitos. En el Museo de Málaga -que debe ser poco visitado, pero que posee, por ejemplo, unos interesantes Muñoz Degrain-, el bedel va sucesivamente apagando la sala que abandonas e iluminando la siguiente.
En la reciente exposición en el Prado de los Tesoros del Ermitage, los letreros anunciadores de los cuadros eran tan pequeños que resultaban inaccesibles a los miopes y casi a las personas de vista normal. De los carteles de las exposiciones oficiales se deben hacer tiradas bastante limitadas. Cuando se agotan, a veces dentro del tiempo de la misma exposición, nadie se ocupa de reeditarlos. Tal, por ejemplo, sucedió en la reciente exposición madrileña de obra gráfica de Picasso. Para los catálogos de las exposiciones en el Palacio de Cristal del Retiro se ha elegido un formato monumental, con el que el ciudadano de a pie, con casa pequeña y reducida biblioteca, no puede saber qué hacer. Y la oferta de un grabado que suele acompañar a algunas muestras se hace a precio de mercado. Como se puede suponer, carísimo. Son éstas algunas pinceladas que muestran que la imaginación aún no ha llegado a las galerías y museos oficiales españoles.
Pero ha llegado ya el tiempo en que unas y otros sirvan con todos sus medios no a un prtetendido éxtasis artístico ni a la fascinación un tanto fetichista de los grandes nombres, sino a algo más cotidiano y a la vez profundo: al gozo, a la comunicación, a la libertad y al juego, no en las esferas cuasidivinas del arte, sino en el mundo de los hombres.
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