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Inventario de verano.

El dulce sueño de Dolores Ibárruri

Manuel Vicent

Nuestra generación oyó contar muchas veces una historia de miedo alrededor del brasero, en aquellas noches de la posguerra, bajo una bombilla de cuarenta vatios, mientras ululaba el viento en los cristales, el excitante caso del demonio en persona que había tomado la forma de una mujer vestida de negro, pálida y feroz como una loba. Se hacía llamar Dolores Ibárruri y se alimentaba de nacionales guapos, devorándolos crudos al pie de la trinchera. Aquel demonio está ahora sentado aquí, detrás de una mesa de ejecutivo, en un despacho con moqueta, todo forrado de nogal. Lleva alivio de luto y sonríe como una noble anciana completamente cansada.-¿Por qué he vestido siempre de negro? Una mujer de clase modesta como yo no puede vestir de colorines; el negro es más asequible; con un vestido negro, aunque sea de tela barata, puedes ir a cualquier sitio, pero con un traje de colorines no puedes. No es que el negro me sentara mejor, no se trata de eso, es que con el negro vas vestida más decentemente. Por ejemplo, un vestido granate, ¿cómo me voy a poner yo un vestido granate, mujer de un minero? No puedo salir a la calle como si fuera una bandera. El negro es más serio y puedes ir a cualquier parte, lo mismo a la iglesia, que al ayuntamiento, que al frontón. Era yo muy jovencita y se murió mi abuela. Me puse de negro, comencé a empalmar lutos y todavía no me lo he quitado.

En aquellos años de amor y gasógeno, de imperio hacia Dios y fiscalía de tasas, otros niños de nuestra generación oyeron la misma historia contada al revés, en el silencio sepulcral de la España vencida, con la voz de Radio Pirenaica ahogada bajo tres almohadas, el caso de una heroína del pueblo que tenía la lengua de fuego, una madre ibérica vestida de luto que resistió hasta el final. Aquella heroína está ahora encerrada en este camarín insonorizado, con cristal antibala, del último piso de la sede del Partido Comunista, un edificio funcional que tiene algo de sanatorio de ancianos y oficina central de una empresa de maquinaria agrícola. En una estantería del despacho están depositadas algunas ofrendas sencillas que los fieles mandan a su patrona, una cerámica, un retrato de la santa hecho al carbón, una lámpara votiva de paja china. Si se abrieran al público las puertas del camarín, llegarían peregrinos rojos y fetichistas internacionales desde muy lejos, pero Dolores Ibárruri no está expuesta al culto, sino guardada como un valor amortizado en la caja fuerte, a solas ya con sus recuerdos.

«Llevaba yo un escapulario del Corazón de Jesús ... »

-Me gustaba mucho bailar pasodobles, España cañí o lo que fuera. En la plaza de mi pueblo había un quiosco de música y a su alrededor se montaba el baile los domingos por la tarde. Allí danzaba yo con todos los muchachos. Tuve un primer novio que se llamaba Miguel Echevarría, lo recuerdo perfectamente, un chico de Matamoros, ajustador metalúrgico, muy tímido, que venía atravesando los montes desde su pueblo, los domingos, a sacarme de paseo. Duró poco, porque no hablaba nada. Si yo me callaba, él no hablaba. Un día le dije: «Y a no vuelvas más». Yo entonces pertenecía al Apostolado de la Oración, llevaba un escapulario con un Corazón de Jesús, aquí, en el pecho, y una cruz en la espalda, no, todos los días no; sólo en las fiestas, en las novenas, en las procesiones. Cada semana iba con la maestra a arreglar el altar del Corazón de Jesús en la iglesia y me confesaba todos los sábados; era lo bueno que eso tenía, podías hacer lo que quisieras, luego te confesabas y comulgabas, y quedabas limpia de delito. Enseguida tuve otro novio, Julián Ruiz, con el que me casé a los veinte años. Y como él no sabía bailar, me quedé sin bailar. El viaje de boda lo hice a Santander, a casa de unos parientes de mi marido. ¿Cuántos años tengo? Ochenta y cuatro, no, no, ochenta y cino. Ya son años, ya son años, pero pienso llegar a los cien. Yo era muy feliz cuando, en las vacaciones de la escuela, los chicos y chicas íbamos a pie a la playa de Portugalete; mi madre me preparaba una tortilla así de grande en un plato envuelto con una servilleta, yo me bañaba en el mar con un bañador de pantalón que me llegaba hasta allá abajo y después volvíamos a casa cantando, ya de noche. Entonces, lo que yo más deseaba en el mundo era ser maestra; llegué incluso a hacer un curso de preparación y sentí mucho que mis padres no me quisieran pagar la carrera; lo sentí mucho porque podían hacerlo. Mi padre era carlista y analfabeto, un vasco cerrado que hablaba un castellano terrible, muy macarrónico. De niña, yo leía el periódico todos los días y le contaba lo que oía en los mítines.

Cuando regresó del exilio era un sofisticado placer, un toque de distinción para progresistas, besar, abrazar, manosear a este mito. Conocí a Dolores Ibárruri debajo de un pino, en un chalé de Cercedilla, un día de primavera de 1977. Estaba sentada en un siIlón de mimbre, vestida de negro con algunas puntillas blancas, tenía la barbilla pellizcada y el índice en el pómulo con las, arracadas paralizadas en el aire, tan bella, hermética e inmóvil, componiendo allí, en el jardín, la imagen de su propio cartel o un diseño de solapa. Parecía tener el pensamiento muy lejos, tal vez en el frente de Teruel o en las estepas rusas, aunque la rodeaba un grupo de devotos intelectuales que esperaban con ansiedad el momento feliz en que la esfinge despegara los labios para impartir la enseñanza a los neófitos. Hervía cerca el caldo de una paella roja y un guardaespaldas catalán jugaba a la petanca sin dejar de cubrir con el rabillo del ojo cualquier movimiento de su dueña. Hubo un instante en que Dolores dio señales de que iba a hablar. Y cuando todo el mundo se arremolinó con unción, esperando una consigna calentita, recién salida del horno, de pronto, la esfinge comenzó a cantar, con voz potente, un trozo de Los gavilanes. Han pasado cinco años. Hoy, los periodistas ya no duermen en el portal de su casa, el público ha digerido el mito. Dolores tiene un cansancio infinito encima. En este despacho forrado de nogal, sentada en un sillón de ejecutivo, no es probable que esta mujer rompa a cantar fragmentos de zarzuela. Después de cinco años, sólo repite, obsesivamente, lo mismo que dijo, entre canción y canción, en aquel jardín de Cercedilla.

«Escorriendo a los esquiroles a pedradas»

-Mi abuelo fue minero, mi padre fue minero, mi marido fue minero. También mi madre trabajó recogiendo mineral y llevando cestos a los vagones hasta que se casó, con diecisiete años. Yo me he criado en un barrio donde veía a mi familia trabajar en la mina con sólo asomarme a la puerta de casa. No conocía nada de teoría marxista; yo sólo sabía que allí en Gallarta llovía 160 días al año y que en todo ese tiempo más los domingos y flestas de guardar mi marido se quedaba sin jornal. Las condiciones durísimas en que vivíamos me hicieron revolucionaria. Quise conocer las causas por las que nosotros teníamos que soportar aquella miseria trabajando para que se enriquecieran otros, los que vivían en la parte llana del valle con sus villas lujosas, los propietarios de las minas, los contratistas y los capataces. Mi familia era carlista; mi padre hizo la última guerra carlista y al terminar se quedó en la zona minera, se casó con mi madre, que era castellana, una mujer muy guapa y muy alta; mi padre era carlista, mis hermanos eran carlistas, soy nieta, hija y mujer de minero, me casé con un socialista y lógicamente yo también me hice socialista. Mis padres eran muy religiosos y cuando me hice socialista y después comunista no me dijeron nada, porque estaba casada; aunque eran mineros, vivían en otras condiciones que mi marido; mi padre era artillero y mi hermano mayor había sido panadero; mi madre parió once hijos, y bastante trabajo tenía como para preocuparse de teorías; así comencé a luchar participando en las manifestaciones, en las huelgas, corriendo a los esquiroles a pedradas. Era muy fácil. El pueblo está en una pendiente del valle, te ponías arriba y los agobiabas a cantazos. Eran terribles las huelgas en la zona minera y hacían temblar a la burguesía, porque los mineros tenían dinamita y podían hacer ciertas cosas. No, no, yo nunca he tenido un arma en la mano, jamás he disparado un revólver, ni una escopeta, ni un fusil, con todo lo que han dicho por ahí, no han sido esas mis maneras, a lo sumo un tiragomas cuando era chica y rompía un cristal y mi madre me daba unas zurras épicas. Yo de pequeña quería ser maestra, pero mi padre no me lo quiso pagar, pero tuve el privilegio de asistir a la escuela hasta los quince años, con dos de regalo. También pertenecía al apostolado de la oración. En verano íbamos a pie cantando a la playa de Portugalete.

Del Corazón de Jesús directamente al corazón de Carlos Marx, sin tocar banda; del apostolado de la oración a la lucha obrera. No había más que cambiar de clavija. Dolores Ibárruri comenzó a vivir su rebeldía con la misma piedad con que cada semana renovaba los búcaros de flores en el altar de la iglesia de Gallarta.

-Cuando en 1936 salí diputada y llegué al Congreso, a mí, que era mujer de un minero, entrar en aquel edificio no me impresionó nada. Me pareció como la iglesia de mi pueblo, pero con más lujo. Ya estaba acostumbrada a las maderas, a los candelabros, a las alfombras, a los altares y otras maravillas. Tampoco hubo ningún personaje que me causara demasiada impresión. Azaña era un hombre un poco hermético, muy adentrado en sí mismo, inteligente, pero cerrado. Prieto era otra cosa, tenía mucha simpatía, yo le quería mucho, no sólo porque le había conocido en el País Vasco, sino porque era un buen amigo. El me estimaba mucho y a veces me llamaba y me preguntaba cosas. Besteiro era un tipo muy estirado, no tuve relación con él. ¿Cómo iba yo, mujer de un minero, a tener trato con un hombre tan fino? Gil Robles era inteligente, un enemigo de cuidado. Calvo Sotelo era el gran adversario que yo me veía enfrente, tenía talento político, pero simpático no era. Pude haberle dicho muchas cosas, es usted un vividor, un sinvergüenza, pero nunca le dije que moriría con los zapatos puestos; yo no podía hacer una amenaza de esa naturaleza. Ahí está el Diario de Sesiones. Lo que pasa es que yo era una mujer de pueblo, vestida de negro, que ha

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blaba clarito y eso impresionaba mucho a aquella gente. Cuarenta años después, Dolores Ibárruri volvió al Congreso con toda la carga mitológica encima. Para una generación que en las noches de la posguerra había oído alrededor del brasero aquella historia de terror acerca: de este demonio, o había seguido las hazañas de la heroína a través de Radio Pirenaica con la cabeza metida debajo de la almohada, fue de mucha emoción literaria verla pisar de nuevo alfombras de la Real Fábrica, avanzar por el pasillo de mármoles entre craquelados lienzos de gente bigotuda, atravesar la explanada del hemiciclo, subir hacia el tendido de sol y sentarse en su localidad en el momento en que comenzaba otra vez la fiesta. Durante todo el guirigay de las Cortes Constituyentes ella no abrió la boca. Se la veía en el bar, harta ya desde el principio, seria, distante y rodeada de los suyos, como un mito que tomaba café con leche esperando que los timbres del ujier llamaran al sacrificio. Luego, allí, encaramada en su escaño, parecía dormitar con la paciencia de una mujer enlutada que espera en una estación perdida un tren fantasma cargado de cosacos que no llegará, mientras a sus pies se agitaba una lucha política entre funcionarios de colmillo retorcido y penenes desmelenados, tiburones administrativos y moralistas criados con sonetos de Antonio Machado. Dolores Ibárruri dormía.

"En el Parlamento se siente una fuera de casa"

-No, no me gustaba el Parlamento, pero nunca me dormí. Sólo pensaba. Y no le diré lo que pensaba. En fin, que en el Parlamento se siente uno fuera de casa. Después la llevaron durante algún tiempo como número bomba a los mítines y fiestas del partido en los descampados. Los viejos militantes de provincias, obreros de pelo blanco bajo un gorro de feria con la hoz y el martillo, soplando un matasuegras la esperaban hasta el anochecer, y todavía lloraban un ano -más al oír su voz fiera cuando lanzaba-verdades elementales como puños. Pero una anciana con tanto temperamento nunca se sabe por dónde va a salir, de modo que ha sido necesario subirla cuanto antes al altar y dejarla aparcada en esa zona honorífica y muerta, atendida por una sacristana devotísima de la santa. Dolores Ibárruri se levanta, como siempre, a las seis de la mañana, y todos los días acude a este despacho en la sede del partido comunista. Un joven de biceps descomunales, que vigila un circuito cerrado de televisión, te abre la puerta con mando a distancia. Atraviesas un gran salón que podría servir para exposición de tractores, el ascensor atraviesa pisos con oficinas tecnocráticas hasta la sexta planta, todo funcional, con baldosas y paredes blancas, donde no te sorprendería cruzarte con una enfermera llevando una bandeja de níquel llena de jeringuillas, pero llega un momento, a medida que se avanza por un pasillo, en que te acoge un silencio de madera noble, moqueta, puertas robustas y conversaciones en voz baja y enseguida sabes que ya has llegado a la cumbre. Das con los nudillos y te dejan entrar en el camarín donde se venera la sagrada reliquia, que está precisamente sentada detrás de una mesa desierta, sin un papel, sin una carpeta, reluciente como la tapa de un piano. Sonríe como una gran maternidad elegante, cansada, iluminada por un ventanal. Tiene una humedad muy triste en los ojos, aunque rompa a reír siempre en sonoras carcajadas de mujer de pueblo que está de vuelta.

-Nunca he conocido a ningún personaje que me haya impresionado, nunca he encontrado a un líder que me haya podido servir de modelo o que me haya impulsado a seguirlo. Tampoco Stalin. Yo conocía Stalin en las reuniones de la Internacional Comunista y a veces en entrevistas a solas con él. Era de regular estatura, ni muy alto ni muy bajo, es muy difícil describir su personalidad. Conmigo era un hombre muy afectuoso, me trataba como a una camarada, pero con cariño, nunca estuve en su casa ni él en la mía, no había nada de eso de tomar el té juntos o de invitarme a comer. Cuando, en 1948, ingresé en un hospital para operarme de la vesícula, vino a verme, pero, en general, nuestros contactos eran oficiales. Se interesaba por las cosas más nimias, te hacía muchas preguntas de tipo personal, aunque sin intimidad. Cuando salió lo del XX Congreso fue corno si me dieran un mazazo en la cabeza, no sabíamos nada, bueno, no diré que no se cargara a algún enemigo político, en la lucha ya se sabe, pero todo aquello fue una gran sorpresa. Sí, sí, recuerdo mucho Moscú, sobre todo por mi hija y mis nietos, que viven allí, en el piso que yo dejé en la calle de Stalinaski, un departamento majo, con tres habitaciones, sala, despacho y cocina.

Dolores Ibárruri sólo tiene muy vivo en la cabeza el recuerdo de Gallarta, aquel pueblo en cuesta donde nació hace 85 años, cerca de Bilbao. Arriba estaban las minas y el barrio obrero, con barro hasta las cejas, abajo, en el Rano, se levantaban los chalés de los grandes mineros, Agustín Iza, Valentín Iza, Alberto Agusquizaga, que ella veía con odio porque eran los explotadores. Condiciones objetivas, reales como la vida misma. Dolores no quiere meter la pata hablando de política. Las cosas están demasiado complicadas para que una abuela tan rebelde suelte la lengua, de modo que ella se limita a repetir estribillos de memoria aprendidos en la última edición de la cartilla del partido. Por lo demás, ya no se acuerda de nada. Sólo cuando su imaginación vuelve al pueblo se le calienta un poco la boca.

"Ya no soy interesante"

-En Gallarta había una gran banda de música y yo tenía muchos amigos, en fin, eso de decir que yo tengo un novio hoy y otro mañana, eso no, de ninguna manera. A mí, de chavalita me gustaba ir a los mitines y al cine que nos echaban en la calle durante las fiestas, y a la playa de Portugalete, a bañar me, con unos pantalones que me llegaban de aquí hasta aquí; de pequeña, me colaba de rondón en la Casa del Pueblo y escuchaba a los obreros. Allí aprendí la primera canción, El mundo está lleno de lágrimas,- no, no, tangos yo no cantaba, en un pueblo minero se cantaban poco esas cosas. Mis padres eran carlistas, yo era del Apostolado de la Oración. Después salí la rebelde de la casa. Desde que me casé, a los veinte años, no he vuelto a la iglesia. La vida no ha sido fácil. Pero le voy a decir la alegría más grande que he tenido nunca. Ha sido la de parir tres hijos de una vez, en un solo parto. Uno nació muerto, otro murió después y, al final, el tercero sobrevivió.

Aquella mujer tan racial, con los pechos repletos de leche roja, que en su juventud fue conducida a la cárcel desde Madrid a Bilbao, en un vagón de tercera, entre dos guardias civiles, con el halda llena de monedas, frutas y embutidos que le regalaban los pasajeros al enterarse de que era comunista, es esta misma anciana que, detrás de su mesa oficial, vacía, tiene ahora la mirada perdida, un sueño muy triste en los ojos. Se queda ensimismada en un punto fijo del ventanal y luego murmura algo.

-No..., ya no soy interesante. Cuando se tienen ochenta y tantos años, ¿qué papel puede jugar una ya? Son años, ¿eh?, ya son años. En fin, pienso llegar a los cien.

Le cuento a Dolores Ibárruri que, hace un par de meses, el presidente del Banco de Nevada, un norteamericano de ochenta años, me dijo, en Nueva York, que lo daría todo por conocerla, que cogería el avión mañana mismo si se dignara darle audiencia. De pronto allí, en camarín, la sagrada reliquia se despierta, lanza una carcajada pueblerina y grita:

-Dígale que venga ya.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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