Peregrinación al templo de la música
Hay bastantes ciudades europeas en las que el melómano asimila a una etapa musical significativa, a un grupo de compositores o incluso a uno solo (cual es el caso del binomio Salzburgo-Mozart). Sin embargo, ninguna relación tan estrecha, tan exclusiva, como la existente entre Bayreuth y Wagner.Richard Wagner es un músico con mayúsculas, pero también tiene algo de dios con minúscula, y el teatro de Bayreuth es su templo. Las crónicas, y también los ensayos, manejan habitualmente un concepto al referirse a Bayreuth: peregrinación. A Viena, a París, a Salzburgo, a Milán, se va. A Bayreuth se peregrina. Porque hay otros elementos que confíguran esto: la lenta y casi ritual caminata hacia la colina en la que se sitúa el teatro y, sobre todo, la especial psicología del prototípico asistente a los festivales wagnerianos de Bayreuth, que no acude a una representación de ópera más, sino a una especie de oficio musical sin parangón posible en la historia del teatro lírico o del concierto.
Todo un aparato externo que sin duda habrá evolucionado ostensiblemente con los años y que, desde luego, no está desconectado del hecho eminentemente musical y artístico. Para wagnerianos exclusivamente alimentados por las obras del colosal operista, como para el melómano normal o incluso para el detractor sensato, una cosa es clara y esta es la indiscutible genialidad de aquel compositor de infinito talento y no menor ambición que, partiendo de Mozart, de Beethoven y de Weber, potenció la ópera alemana hasta límites insospechados y ejerciendo en la música de su tiempo y posterior una influencia tal que muy pocos compositores la han podido alcanzar.
Grandiosas ideas
Desde que el rey Luis II de Baviera llamó a Wagner a Munich, en 1864, para ofrecerle su amistad y colaboración, Wagner fraguó la idea de construir un gran teatro especialmente concebido para albergar sus grandiosas ideas escénico-musicales. No le falta la presumida ayuda del monarca y en 1872 se colocaría la primera piedra del teatro de Bayreuth, que, terminado en 1876, se inauguraría con la puesta en escena de la tetralogía El anillo del Nibelungo. Poco después se iniciaría el rito de los festivales con periodicidad anual, rota en dos paréntesis (1914-1923 y 1944-1951), y que llega hasta nuestros días. En 1981, a un joven maestro le espera allí una especie de consagración, de reválida. Nos referimos a Daniel Barenboim, que aspira a ser alguien en un recinto por el que han desfilado los elegidos del arte directorial, en un recinto en el que no se olvidan los ciclos modélicos de Hans Knappertsbusch y en el que, posiblemente, todavía se discutirán los atrevidos de Pierre Boulez.
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