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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La mesa-camilla y las elecciones

LA GUERRA psicológica desencadenada desde la Moncloa contra Fernando Castedo, a fin de forzarle a presentar su dimisión como director general del Ente Público RTVE, tal vez mueva al agredido a hacer un melancólico balance de su decisión, hace pocas semanas, de cesar a Gabilondo como director de los servicios informativos de Televisión Española. Los acontecimientos han demostrado hasta qué punto se hallaba equivocado el director general, convertido hoy en el blanco principal de la ofensiva del Gobierno, si pensaba que soltar lastre era la única manera de salvar el barco de la televisión, porque lo que le irrita al poder, en realidad, no es este o aquel programa, tal o cual directivo, presentador o realizador, sino la concepción misma de la televisión y de Radio Nacional como servicios públicos; esto es, como medios de comunicación que no se hallan -como siempre han estado- a disposición del Gobierno, sino que son de titularidad estatal y rinden cuentas a la sociedad entera. Fernando Castedo cometió una torpeza y una arbitrariedad, como ya señalamos en su fecha, al cesar a Gabilondo. Pero una vez que la escalada gubernamental contra la libertad de expresión en los medios de comunicación estatales emplaza sus baterías contra el director general de RTVE, las mismas razones que justificaron la defensa de Iñaki Gabilondo obligan ahora a respaldar a Fernando Castedo frente a los ataques gubernamentales.La ofensiva ha sido iniciada desde múltiples flancos. El ministro de Cultura ha simulado el papel de simple ciudadano que paga sus impuestos y goza del derecho constitucional a la libertad de expresión para arremeter contra la programación cinematográfica y cultural de Televisión Española y tirarle, de paso, un navajazo al merecidamente popular espacio radiofónico De costa a costa. El ministro de Sanidad también ha descargado sus iras bíblicas sobre el locutor Luis del Olmo, reo del gravísimo delito de permitir a los ciudadanos que expresaran libremente su opinión sobre las eventuales responsabilidades del Gobierno en más de setenta muertes.

Y buena parte de los demás ministros, secretarios de Estado, subsecretarios, directores generales, gobernadores civiles y parlamentarios centristas se dedican, noche y día, a escrutar los eventuales excesos o carencias, errores o defectos y osadías o silencios de las emisiones de Televisión Española y Radio Nacional. De añadidura, los seis vocales con los que cuenta UCD dentro del Consejo de Administración del Ente Público siguen confundiendo las misiones de gestión empresarial que les encomienda el Estatuto con las funciones de propietarios de los medios de comunicación estatales y de censores de los profesionales que realizan sus programas. No parece casualidad que uno de los vocales centristas sea Miguel Doménech, elegido recientemente como presidente de UCD en Madrid, cargo al que une, nada casualmente tampoco, su condición de cuñado del presidente del Gobierno.

El contenido más visible, aunque secundario, de esa ofensiva gubernamental se nutre de una gazmoña cruzada en favor de las buenas costumbres. El ministro Cavero se rasga sus vestiduras ante una excelente y ejemplar película italiana producida por la RAI y premiada con la Palma de Oro en Cannes. Para que el ministro se asuste menos, la próxima vez habría que invitarle a visitar algunos pueblos y aldeas del subdesarrollo español, en donde el Padre padrone no debe sonar tan extranjero. A su vez, el borrador de principios básicos y líneas generales de la programación de RTVE, elaborado por una ponencia del Consejo de Administración, protesta de «la ordinariez, la chabacanería y la falta de exigencia estética» de algunos espacios, apuntando, según parece, no contra 300 millones o bodrios similares, sino contra Esta noche.

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Pero no hay que dejarse engañar. Esta moralina de mesa camilla, que probablemente refleja las sinceras protestas de los medios familiares y amistosos de algunos gobernantes, desempeña un papel subalterno en los ataques contra Castedo y la libertad de los profesionales de Televisión Española y de Radio Nacional. La auténtica baza que anda en juego es la utilización de Prado del Rey para los objetivos, estrictamente políticos, de UCD cara a las próximas elecciones. Si a ello se añade el empujón que el aparato televisivo va a recibir con motivo de los Mundiales de Fútbol y se analizan algunas de las cosas que en su torno suceden, quizá habremos encontrado las claves del fondo de la cuestión.

Sin embargo, Fernando Castedo puede salir triunfante de ese desafío, a menos que ceda a la tentación de intercambiar su primogenitura en RTVE por cualquier plato de lentejas, o que le fallen los nervios, la paciencia o el coraje. El pacto político entre UCD y PSOE, que tardó casi un año en alumbrarse y cuya ruptura arrastraría consigo la entera estrategia de concertación y el Estatuto de Televisión, que condiciona el cese del director general a supuestos que no se producen en este caso y a un previo pronunciamiento del Consejo de Administración, le dan a Castedo, en esta partida de póquer contra el Gobierno, una escalera de color al as y de mano. El cese de Gabilondo ha demostrado que el poder ejecutivo no se conforma con ganar una partida, sino que quiere arramblar con el resto, es decir, quedarse con el control absoluto de Televisión Española. Castedo, sin embargo, debe seguir al frente del Ente Público RTVE, dejando a los profesionales que realicen libremente su labor hasta el plazo fijado por el Estatuto, que son cuatro años a partir de su nombramiento, salvo disolución de las Cortes y nuevas elecciones generales.

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