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Reportaje:

La vigente ley de Propiedad Intelectual, elaborada hace 102 años, es ya insuficiente para la sociedad actual

Una comisión parlamentaria prepara un nuevo proyecto de texto legal

La ventanilla del Registro de la Propiedad Intelectual, en el edificio de la Biblioteca Nacional, está a punto de cerrarse cuando llega, casi corriendo -morena, pálida, menuda y con gafas-, Socorro Cruceta. Suelta casi de golpe sobre la repisa el cartapacio con sus papeles y murmura, alborotándolos todos en su búsqueda angustiada de las pólizas: «Es que estoy tan nerviosa ... ». Viene desde Móstoles, donde nació y en donde vive con su familia. Desde los trece años -hace ya diez- tiene muy claro que «a mí, sacándome del arte, no sirvo para nada», y por eso, desde que terminó el bachillerato, corre de la Escuela de Artes y Oficios al Círculo de Bellas Artes; pinta, esculpe y escribe.«Esto que traigo aqui es poesía, a lo mejor me lo editan. Es la culminacíón de toda una obra poética», asegura con todo el aplomo del mundo, y empieza a rellenar el impreso de solicitud de registro, porque la burocracia no perdona ni a los poetas. Escribe: «Título: Sauce de amor a Custodia. Clase: literaria. Propietaria: la autora. Editor: la autora. Ejemplares: cuatro. Páginas: 67».

Todo está en orden. Socorro puede registrar la propiedad de su Sauce..., etcétera, porque es la autora, o sea, «quien concibe y realiza al una obra científica y literaria o crea y ejecuta alguna artística», que dice la ley de la Propiedad Intelectual de 1879. Podría hacerlo también si la obra fuera extranjera y ella la hubiese traducido; si la autora fuese su bisabuela u otro pariente a quien hubiera heredado, y hasta podría inscribir una obra ajena e inédita si fuese su editor y siempre que las tales obras «no tengan dueño conocido, o cualesquiera otras, de autores conocidos, que hayan llegado a ser de dominio público».

No hay dudas tampoco respecto a que los folios que quiere entregar son objeto del derecho de propiedad intelectual, ya que, por una parte, lo son todas «las obras científicas, literarias o artísticas», y, por otra, parece evidente que están entre «las que pueden publicarse por los procedimientos de la escritura, el dibujo, la imprenta, la pintura, el grabado, la litografía, la estampación, la autografía, la fotografía o cualquier otro de los sistemas impresores o reproductores conocidos o que se inventen en el futuro».

Pero lo que no puede hacer ni ella ni nadie es apropiarse de una obra ajena, aunque no esté publicada, pues la ley centenaria hila tan fino que intenta proteger la obra de creación casi desde el momento en que es concebida por el autor, y así, por ejemplo, el poema que inventa y recita un amigo y que el oyente desaprensivo anota o graba, seguirá siendo del que lo creó y no del que lo copió, por más que la demostración de la paternidad sea difícil y tenga que resolverse ante los tribunales.

Precisamente para evitar ése y otros problemas se creó el Registro de la Propiedad Intelectual, que garantiza a Socorro Cruceta durante toda su vida el ejercicio de los derechos morales y patrimoniales sobre las páginas que acaba de registrar.

Puede también «explotarla y disponer de ella a su voluntad», aunque esto, la verdad, ya no parece muy propio de unas decentes relaciones materno-filiales. Y puede incluso arrepentirse de haberla traído al mundo y negarse a que nadie la conozca amparándose en el «derecho al inédito», o desear al cabo de los años «decir digo donde dije Diego», y hacer el cambio no sólo en próximas ediciones, sino en las ya registradas. Pero estos derechos que la ley reconoce no están actualmente muy bien vistos, y hay incluso quien piensa que, «a lo hecho, pecho», y que hasta dónde el derecho del autor puede anteponerse al derecho de todos a los bienes de la cultura, que reconoce la Constitución.

Ochenta años después

Si a Socorro le llega el éxito en vida, podrá apreciar la utilidad del gesto, tan precavido, que ha tenido esta mañana llegándose hasta el Registro. Se evitará muchos problemas y se los evitará a sus posibles herederos, que disfrutarán durante ochenta años de la suerte de haber tenido por antepasada a una escritora famosa. Siempre y cuando, en un mal momento de depresión mental o económica, no se le ocurra vender a un editor los derechos totales sobre su obra.A Eduardo Nolla, secretario general del Instituto Nacional del Libro Español (INLE), esta idea de que alguien pueda vender sus derechos de autor le parece escalofriante. «Eso es un disparate; si yo puedo vender a alguien y si alguien me puede comprar la creación de mi espíritu lo que deberíamos firmar es un contrato de esclavitud».

De lo que se ha librado la joven autora al registrar su obra es de que ésta pase antes de tiempo a ser de dominio público, es decir, antes de los ochenta años después de su muerte, que es cuando, por ley, todas las obras dejan de tener dueño. Y por cierto que esta catástrofe ha podido ocurrirle fácilmente, como cada año les ocurre a cientos de creadores que se descuidan -según parece, los autores son muy dados a descuidarse, mucho más que sus herederos-. Y es que la ley de 1879, «que por otra parte es una ley magnífica, como lo demuestra su longevidad» -reconocen unánimes José María Chico, registrador general de la Propiedad Intelectual; María Teresa López-Cortón, secretaria general del Registro, y Eduardo Nolla, secretario general del INLE-, tuvo poco en cuenta esta cualidad de desinterés y despiste que caracteriza a tantos creadores, y les puso en el brete de perder los derechos de autor si no inscriben sus obras al año siguiente al de su publicación. Así que, en cuanto se quieren dar cuenta, su libro ha dejado de pertenecerles y puede inscribirlo para su beneficio cualquier editor espabilado que se lo lleve a la imprenta. Por cierto que hay algunos que se dedican a rastrear descuidos y aprovecharse de ellos.

Al cabo de diez años concede la ley una nueva posibilidad. El undécimo se convierte así en una especie de tranvía que hay que coger en marcha, y el que lo deja escapar pierde sus derechos para siempre jamás. Claro está que si unos hicieron la ley otros hicieron la trampa. A tanta dureza hubo que buscarle un suavizante, que en los decretos-ley se llama plazo extraordinario, y en el lenguaje de andar por casa, amnistía. O sea que, de vez en vez, hay que echar mano permita a los autores recuperar la propiedad de sus obras en dominio público ( ... ). La habilitación de estos plazos ha sido muy frecuente» dice Carlos Alvarez Romero, registrador de la propiedad, en un tratado sobre el tema. La última amnistía se concedió el día 1 de abril de 1976.

Obras sin dueño

Pasados los ochenta años de rigor ya no hay amnistía que valga, el último heredero tiene que resignarse a que en adelante cualquiera pueda editar, representar o interpretar a su antepasado sin pagar un duro por hacerlo. El Quijote, la Biblia y Caperucita roja, entre otros -pero ellos a la cabeza-, verdaderos éxitos de venta casi eternos, obras que, por no nertenecer ya a nadie, son de todos. En ellas se apoyan para sanear su economía muchos editores que pueden luego, con los beneficios limpios de estos libros de venta segura, editar otras obras y otros autores de menor o más dudoso rendimiento. Así ha sido siempre y así es de suponer que seguirá siendo, a no ser que prospere la idea que un buen día tuvo el ex ministro Clavero, quién pensó que no era cosa de desperdiciar tan buenos beneficios y sugirió que el Estado cobrara por editar estas obras que la ley ponía a libre disposición de la sociedad. Pero el caso es que, además de la sopresa y hasta estupor que tales declaraciones provocacion en los señores Nolla y Chico, por ejemplo -«esto es absurdo, porque las cosas de dominio público son de la sociedad, no del Estado»,dice el primero-. «No comprende cómo pudo pronunciar esas palabras», opina el segundo; lo peor es que también está en su contra la ley de Patrimonio del Estado, que dice en su artículo 92 que «la utilización de propiedades incorporales -y, por tanto, la intelectual, que, por aplicación de la legislación especial, hayan entrado en dominio público- no devengará derecho alguno en favor del Estado ni de ninguna otra corporación o entidad».Desde hace ya algunos años, en la ley que rige los asuntos de la propiedad intelectual desde hace un siglo han empezado a notarse lagunas y surgen cada día problemas y desfases que tiene que solucionar la jurisprudencia. No acoge ni puede acoger formas de expresión que no existían y, además, está en el ánimo de muchos la necesidad de cambiar el sistema de registro, pues en otros países la inscripción es automática a la publicación de la obra, y como además los convenios internacionales los protegen cuando publican fuera de su país, a veces ocurre que los autores extranjeros están más protegidos en España que los propios autores españoles.

«¿Qué se hace, por ejemplo, ante el problema de las fotocopias o cómo se resuelven justamente los derechos de autor del cine o de la televisión?», Se pregunta Eduardo Nolla. «Y también hay que resolver los problemas que plantea la transmisión de libros por pantalla electrónica y ajustar nuestra legislación, por medio de los convenios internacionales que hagan falta, a la de los países del mundo en que nos movemos», dice, por su parte, José María Chico.

Por todas estas razones ha sido necesario decidirse a poner en pie una nueva ley. De momento se ha formado una comisión encargada de preparar el anteproyecto, y aunque, según nos dice Matías Vallés, director general del Libro, «es imprevisible saber cuándo la nueva ley será una realidad».

Mientras tanto, Socorro Cruceta ha conseguido encontrar sus pólizas y se dispone a pegarlas en la solicitud de inscripción. Al otro lado de la ventanilla, Carmen Ugalde espera tranquila, sonriente y pacientísima. Después de haber pasado 37 años de su vida en el Registro, ya no hay nada que pueda malhumorarla o sorprenderla. «Por esta ventanilla pasa un interesantísimo muestrario humano», dice.

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