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El Gobierno monocolor

Juan Luis Cebrián

PIENSO QUE ya va siendo hora de decir algo sobre este Gabinete del señor Calvo Sotelo y su fragilidad manifiesta en el quehacer de la gobernación. Al margen, si es que se pueden poner al margen, los sucesos del 23 de febrero, Leopoldo Calvo Sotelo era el hombre diseñado para suceder a Adolfo Suárez en medio de una crisis generalizada de su partido, perdida la confianza del Rey en el primer ministro de la transición y cuando se suponía que lo que UCD y el país necesitaban era un gestor y no un mago: un hombre que hablara idiomas, aunque se le dificultara la sonrisa. Helo aquí. Cuatro meses después de su ajetreada investidura, la debilidad congénita del equipo gubernamental y el renacimiento de las intrigas en el seno del partido hacen a muchos preguntarse sobre la utilidad de aquel relevo y sobre el futuro próximo de la derecha española en democracia.Hay dos interrogantes sustanciales que jalonan toda la actividad política del momento: si será el Gobierno capaz de amparar un juicio justo contra los rebeldes, al tiempo que persigue y desarticula la trama golpista, y si podrá después llevar a este país a unas elecciones Generales libres, sin caución militar alguna respecto a un triunfo de la izquierda ni el miedo en las conciencias de los ciudadanos a la hora de depositar el sufragio.

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Ninguna de estas dos cuestiones ha sido satisfactoriamente despejada. Pero no es siquiera en la ausencia de soluciones a estos temas tanto como en su mismo planteamiento donde reside la denunciada fragilidad gubernamental. Y ésta ha terminado por echar raíces en la convicción extendida de que es todavía más grande el miedo del Gobierno que su poder, y que está más firmemente aferrado a éste que comprometido en la defensa de un sistema de democracia avanzada, tal como prometieron los redactores de la Constitución. Mientras tanto, la oposición -y el partido socialista notablemente- se muestra cogida en lo que considera una trampa: debilitar al Gobierno y tratar de derribarlo -como sería su obligación en una democracia estable- equivale, dicen, a aumentar los peligros y enfermedades que aquejan al régimen. Y se ha lanzado por eso a un nuevo consenso bajo el horrible vocablo de concertación que rememora los mismos viejos errores que facilitaron, o al menos no impidieron, el intento golpista.

Sorprende este empeño de unos y otros por reemprender una andadura ya probada. Lo menos que puede decirse es que la noche del 23 de febrero la transición saltó hecha añicos a tiros sombreados de tricornios. Escasas horas antes, el propio Calvo Sotelo había anunciado el fin de este período, pero, sin duda, no imaginaba hasta qué punto sus palabras iban a ser dramáticamente corroboradas por los hechos. Estos nos han enseñado que todo el esfuerzo de la transición sin traumas, de hacer una ruptura desde el poder pero con el poder no ha sido suficiente para erradicar del aparato del Estado los elementos antidemócratas que en el Ejército, en la policía, en la judicatura, en sectores de la oligarquía capitalista y en ámbitos eclesiales trabajaban y trabajan aún hoy activamente contra la Monarquía parlamentaria. La conclusión inevitable es que hay que reiventar la transición, hacerla de forma diferente, no reproducir esquemas fracasados. Y no hay que ser muy versado en estas materias para entender que una sinrazón fundamental de lo sucedido está en haberse empeñado en regir el país durante un período constituyente con un Gobierno monocolor y minoritario que, por si fuera poco, emanaba casi al Ciento por ciento del aparato del antiguo régimen que se estaba desmontando.

Después de la votación de investidura, Calvo Sotelo sólo tenía prácticamente un punto en su programa: la realización de elecciones democráticas en el plazo constitucional previsto. Todo lo demás -incluidos el paro y el terrorismo, con ser dos problemas tan esencialmente acuciantes- palidecía de importancia ante la necesidad de salvar el régimen. La administración involutiva de los efectos del golpe o la interiorización del programa mínimo de los golpistas equivalía, como en cierta medida está equivaliendo ya, al suicidio a medio plazo de las instituciones democráticas y a la creación de condiciones favorables a nuevas intentonas sediciosas. Para la realización de este programa de un solo punto (elecciones en 1983), el Gobierno necesita resolver los conatos de insurrección en los institutos armados y proceder a una democratización del aparato del Estado. Al mismo tiempo debe ofrecer una solución política al galimatías autonómico con que la impericia o la mala conciencia de UCD han regalado a este país. Parecía que hubiera sido más sensato emprender un proyecto así desde un Gobierno de coalición con los socialistas y otras fuerzas parlamentarias, Gobierno que fue solicitado por el PSOE, por CD y por el PC. Los temores de que un Gabinete de ese género no fuera aceptado por los militares parecían infundados y en todo caso resultaba inadmisible claudicar ante ellos. Una caución semejante, a menos de dos años de unas nuevas elecciones generales, supondría aceptar que éstas no pueden ser ganadas por la izquierda si no se quiere propiciar un nuevo golpe. Pero no quiso UCD correr el riesgo de la coalición, aduciendo, por una parte, que era la última carta a jugar y que no convenía usarla aún (¿cuándo entonces se usará si hasta han entrado a tiros en el Parlamento?), y, por otra, porque pretendía el presidente asumir él solo la victoria de la democracia y utilizarla en la campaña electoral.

La conclusión es que la gestión del Gobierno monocolor no ha mejorado ostensiblemente las cosas en estos meses. No tenía por qué hacerlo, pues el Gabinete que hay es el que había -dicen que el presidente es tan débil bajo esa apariencia de singular talla y fortaleza que no puede ni siquiera cambiar a sus ministros-. El panorama en el seno del partido ha empeorado, y Suárez, cuyos intentos por volver resultan algo folklóricos si se considera que ya ha sido nombrado duque, es, no obstante, un mal enemigo para el jefe del Ejecutivo. Pero lo que late en el fondo de la crisis sigue siendo un problema anterior, repetidamente denunciado: la derecha española, albacea de la herencia de poder franquista, no acaba de encontrar, ni en su organización interna ni en su expresión política, el camino adecuado para administrar democráticamente este país sin abdicar de sus posiciones de intereses o clase. No pudo o no supo hacerlo Suárez y no puede o no sabe hacerlo Calvo Sotelo. Porque no es cuestión de personas, sino que afecta a algo más profundo: la capacidad estructural de la derecha de aceptar que, aun estando en la gobernación del país, no podrá en adelante mantener los mismos privilegios que en el pasado y que una nueva política de equilibrios se hace precisa para ella.

Desgraciadamente, el actual Gobierno está beneficiándose de un factor psicológico que lleva a la oposición y a la calle a moderar sus protestas, suponiendo -como decía acertadamente Le Monde- que así garantiza al menos la pervivencia de un poder civil, aunque sea éste descaradamente conservador. Y digo desgraciadamente porque eso está perjudicando el entusiasmo de las gentes que no ven representadas sus inquietudes en el Parlamento. La votación masiva a leyes vergonzantes como la de Defensa de la Constitución, la apelación frecuente a un particular sentido de la responsabilidad claramente interpretado como sinónimo del miedo, está haciendo mella en nuestro cuerpo social y erosionando su fortaleza frente a la subversión.

En los últimos cuatro meses han sucedido tal cantidad de cosas frente a las que el poder ha reaccionado tardíamente y mal, que de no corregir el Gobierno el rumbo de los acontecimientos llegará al otoño con la lengua fuera y sin energías para la ingente tarea que el amparo de las libertades necesita aún. Pues lo mismo si se habla del caso Almería que del aceite de colza, podemos comprobar que este es un país en el que los delincuentes, si van bien vestidos o portan uniforme, merecen en ocasiones mejor trato. por parte de la autoridad que sus propias víctimas.

Este no debe ser, sin embargo, el tiempo de las demagogias, sino el de las reflexiones. Y una, sobre todas, es necesario hacer: la tregua que la oposición parlamentaria tiene decretada en su actuación frente al Gobierno debe terminar. No es posible beneficiar más con ella a los elementos subversivos, que se cachondean, y con razón, del espectáculo ignominioso de un Estado que pide a una comisión de expertos resuelva por la vía científica lo que la falta de valor político y de ideas claras sobre las aspiraciones populares no ha sabido resolver. Ya está bien de concertaciones inútiles y de gestos. No es la pedantería lo que nos ha de salvar de la hecatombe, sino la voluntad firme de movilizar a los ciudadanos en la defensa de las libertades. Eso lo sabe cualquiera que haya leído un solo libro sobre la historia del mundo.

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