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La última playa

A Julio Cerón, que no ha vuelto

Mal que pese a los determinismos económicos de derecha y de izquierda, estamos en ella. Más que nunca, su presencia funda nuestras actitudes, organiza nuestros comportamientos. La crisis sólo ha servido para asentar su imperio, para hacer de su hegemonía nuestra regla. Sin ella, la sociedad nos sería aún más opaca, nuestro análisis más obtuso. Que el primer responsable de la primera entidad financiera de un país situado en la orilla norte del Mediterráneo occidental, de nivel de desarrollo intermedio, de régimen político democrático, de sistema social capitalista, en inminencia de incorporación a la OTAN y de posible integración a la CEE se pronuncie públicamente en favor de una autocracia parafascista, es decir, contra sus intereses objetivos, sólo desde ella puede entenderse. Que muchos de las FAS de ese mismo país se equivoquen de monarquía y de continentes y que sectores importantes de esas mismas FAS no adviertan, después de haber sido objeto de implacable manipulación durante cuarenta años, que el protagonismo directo del poder político es mucho menos eficaz y productivo, para sus intereses colectivos, que su mediación por la sociedad civil, sólo ella puede explicarlo.Con carácter más general, que las grandes instituciones sociales no vean que la transición democrática no ha supuesto ni reforma ni ruptura, sino, al contrario, la culminación de los procesos sociales, iniciados en el franquismo, de los que son protagonistas y beneficiarias exclusivas, es ceguera que sólo a ella puede imputarse. Que la derecha social -extrema y media- y su centro político no perciban que no cabe mejor garantía para todo aquello que les es propio, que Reagan en Washington y en la Moncloa un hombre presentable, cultivado y diestro que viene -connivencia implícita- de la banca, la iglesia y los apellidos simbólicos, es sin ella absolutamente ininteligible. Y esta misma tarde ese glorioso travelling de Mitterrand, desde cuya emoción escribo, en su Pantheon, de cara a sus Chesseyre, Jean Jaurés, Jean Moulin, sólo desde ella cobra sentido. Ella, la ideología.

Pero todo imaginario social se alza sobre una historia y vive de un pasado. Y a la democracia española le hemos secuestrado el suyo. Los actores -partidos y hombres- del proceso de transición han silenciado su identidad democrática, han escondido su pasa do inmediato, como se esconde a los padres de los que uno se avergüenza. Aquí nacemos todos, políticamente, en cada momento. Se entra y se sale en el estalinismo, leninismo, marxismo, franquismo, incontaminados y silentes. Nuestros políticos pasan del movimiento a la democracia y del socialismo y comunismo a lo que sea como quien cambia de coche, sin cuarentena ni explicaciones públicas; lo importante es no apearse y, si cabe, mejorar de vehículo.

La «juvenilidad» de la clase política posfranquista con las excepciones que la convierten en regla es característica que desde ahí ha saltado a los más diversos ámbitos de la vida española y ha dado lugar a colectivos sociales donde la edad media de sus agentes -como sucede en este mismo periódico- difícilmente rebasa la treintena. La razón que suele darse para explicar este agresivo rejuvenecimiento público es la edad del jefe del Estado. La reivindicación generacional de Ignacio Camuñas -nueva generación-, el eslogan periodístico «la generación del príncipe», de épocas anteriores, se apoyan en esta concepción «freudo-paternalista» de la política, que en la circunstancia española actual sitúa a sus «agonistas» entre los veinticinco y los cuarenta años. Pero existe otra hipótesis explicativa, a mi juicio más convincente, que es la del 154, como punto cero. Antes, la noche de los tiempos; a partir de ahí, la histona. Todos jóvenes, con lo que, a nivel individual, la ocultación del pasado público se simplifica, ya que la poca edad o lo hace imposible o, en el peor de los casos, irrelevante («desvíos de juventud», diríamos).

Por eso nuestro universo simbólico es una gran pantalla blanca en la que no hemos logrado escribir siquiera algunos de nuestros muertos: Salvador Puig Antich, Julián Grimau, Antonio Amat, Enrique Ruano. Lo que hace inútil su búsqueda en las calles y plazas de los municipios en que es mayoritaria la izquierda española, pues en ellos a los nombres franquistas les han sucedido -cándida coartada- los del santoral. A los demócratas impacientes les queda el recurso de siempre: celebrarlos fuera.

Claro que tampoco, ideológicamente, hay espacios vacíos, por lo que ese gran vacío se nos está llenando con los símbolos, los signos y las voces que durante cuarenta años han sido la expresión de nuestro oprobio común y que ahora quieren constituirse de nuevo en razón de nuestra esperanza colectiva. Hace unos días pronuncié una conferencia en una ciudad española. En el coloquio que siguió, un defensor del franquismo presentó, más o menos en estos términos, sus excelencias: « La mayoría de los hombres que mandan en la vida real, es decir, en la economía, en los periódicos, en Televisión Española, en las empresas, en la Administración del Estado, en la cultura, hasta en el Gobierno, son los que mandaban ya antes, y si entonces, a pesar de la crisis y de las dificultades que también existían, lo hacían bien, y ahora lo hacen mal, la conclusión que se impone es que los responsables no son ellos, sino el régimen en el que actúan, es decir, ahora la democracia que no sirve y antes el franquismo que sí que servía, y que por eso hemos de restablecer cuanto antes».

A esta argumentación no podemos enfrentarnos como a una falacia, aunque lo sea, sino como a una provocación. Pues más allá de la alternativa, reforma o ruptura (que no es algo de ayer, sino del más urgido hoy), es inconcebible que uno de los regímenes políticos más corruptos, más oportunistas y más ineficaces (o, si se prefiere, de eficacia coIectiva de más elevados costes) de la historia de España se nos presenta como un paradigma de exigencias éticas, de dignidad nacional y de eficiencia comunitario. No se trata sólo de los grandes chanchullos económicos y de los inmensos patrimonioss, botín fruto del privilegio y del soborno, cuyos beneficiarios presidieron durante varias décadas, y aIgunos aún presiden, los destinos de la vida nacional. Se trata de esa corrupción generalizada y difusa que nos alcanzó, en mayor o menor medida, a todos, que ha convertido nuestras ciudades y nuestras costas en necocio inagotable y en ecosistema invivible de la que no ha escapado ni siquiera el mundo del trabajo, y, a cuya intervención tal vez quepa responsabilizar hasta del absentismo laboral y de la falta de productividad de la vida económica y profesional española.

Se trata, sobre todo, de esa corrupción que nos ha llevado, por comodidad y por complicación, a dejar impunes esos comportamientos y sus resultados. Necesitamos un justo que, como Karl Jaspers en la Alemania de 1945, enarbole nuestra respensabilidad colectiva y nos exorcice definitivamente del franquismo, de sus modos y de sus mitos. Y hasta que llegue, ¿por qué no comenzamos a hablar de lo que hemos vivido, de los que sabemos? Al menos de lo más patente, de lo más obvio. Y puesto que tengo como testigos a dos notarios, que son además amigos, uno de los cuales es hoy ministro, por qué no comienzo a hablar, prescindiendo de que haya o no prescripción, de la tropelía urbanística de que fui víctima a manos de un conde, una reina y un rey refugiados en la España franquista? Pues si no acabamos simbólicamente con el franquismo, el franquismo acabará, está ya acabando, con la democracia.

La democracia española se me Figura como esas islas que vemos en las películas, en las que sólo queda una playa por conquistar y ésta aparece de pronto blanquísima, vulnerablemente idílica, último reducto de un pequeño grupo de personas que vacan a sus manías y frivolidades, mientras los enemigos se preparan para el asalto definitivo.

Aquí vacamos a nuestros clubes, fundaciones, luchas por el poder en los partidos, elecciones, plataformas personales, comparecencias en Televisión Española, para el caso, lo mismo.

No me parece discutible que, después del 23 de febrero, el demócrata más fiable de este país, en cuanto al ejercicio institucional, sea el jefe del Estado. Pero démonos cuenta que el hacer de un Rey el símbolo de una democracia, el constituirlo en su soporte por antonomasia, tiene como efecto perverso el de invalidar aquello que instituye y garantiza. Por eso hemos de hacer inútil la paradoja. Como hemos de acabar también con la otra, la de que el cabecilla sedicioso de un grupo armado por el sólo hecho de haber retenido a punta de pistola y metralleta a unos civiles desarmados, que es un acto de villana cobardía, se convierta en el representante más eminente de las gónadas de los españoles.

La democracia es la forma de organización política menos arriscada, épica, hazañosa, heroica, intrépida, de todas las que existen. Su decurso está hecho de cotidianidad, u discurso es siempre en tono menor, su disfrute está en su modestia, su único objetivo en la felicidad de sus ciudadanos. Pero, a veces, la pequeña o la gran historia exigen otra conducta. Y hay que dar la cara. Es como cuando nos vamos a bañar al río y de pronto, en un remolino, se nos empieza a ahogar nuestro mejor amigo. Esta mini-pre-parademocracia que tan poco nos gusta a algunos, pero que es la única que hoy podemos tener, se nos está ahogando. Y nosotros seguimos debajo del banco. Hemos de subirnos en él y decir eso tan ridículamente sublime para un demócrata crítico: que estamos dispuestos a dar la vida por ella. Y darla.

A los demócratas españoles les ha llegado la hora de su verdad.

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