Palomeras Sureste
El vagón de ferrocarril está ahí, varado en el secarral sin vía, como un elefante muerto de pie, bajo el sol ferroviario de las tres de la tarde. «Lo trajeron un día, para hacer del vagón un bar para los chicos, dijeron, pero no se ha vuelto a ver un duro y los niños lo tienen destrozado». Palomeras Sureste, al sures te del Edén obrero de Madrid, y esta isla de ladrillo malo, este barrio, Sandi, esta estrella de viento que estuvo quince años sin luz: «Cuando vino a ponernos la luz Arespacochaga, aquel alcalde, le pegaron una pitada, un griterío y una cosa, que tuvo que irse en cinco minutos». Arespacochaga apagó el puro, se metió en el coche y otra vez a su rincón, a la sombra de su Madonna, que el pueblo es muy laico y desagradecido. Palomeras Sureste, 30.000 inmigrantes, hombres de la Renfe y la Pegaso, quince años sin luz y veinticinco viendo caerse solos los ladrillos y viendo cómo el caño del grifo se iba detrás del agua, en una magia cotidiana a lo Magritte que ellos no acababan de entender, porque nunca han tenido un Magritte, sino el calendario ese de la Unión Española de Explosivos, con una moza popular y nutrida que raramente se corresponde con la nutrición del pueblo. Al principio venía un cura a decir la misa, los domingos, contra una fachada, pero la vecina de, la fachada de enfrente ponía a colgar y gotear las sábanas, y las filas en pie se apretaban contra el cura. O sea, los jueves milagro, milagro en Milán y lo que ustedes quieran. Los hombres a la fábrica, ya digo, y las mujeres a fregar escaleras por Madrid. La Vicenta le cuida el perro a Aurora Bautista:
-Ahora, por el verano, me lo tengo que quedar, que ella se va de veraneo. Me lo llevo a Galicia y de eso vamos viviendo: del perro de doña Aurora.
La Justa sabe del Manco, que andaba siempre mangado y un día decidió que Madrid -el gran Madrid que empuja a esta gente contra el hastial del cielo- le olvidase definitivamente, se agarró a un cable de alta tensión y hubo que cortarle el brazo quemado. Desapareció hace poco, le anunciaron por la radio y le han encontrado en Ibiza. Aquí se venden todos los días; aparte la Prensa deportiva y del corazón, cien ejemplares de EL PAIS, cincuenta del Ya, veinticinco de Diario 16, y prácticamente nada de lo demás. Las carrozas añoran el pueblo extremeño, andaluz, murciano, cuando pasean el secarral, al atardecer, y la basca joven va de cuelgue, globo, mono, pico o lo que salga. Parados sin un primer empleo, alguno se estira hasta Legazpi, a la movida de la fruta, y cuando bajan al Madrid/Madrid se definen vallecanos como una manera de estar en el mundo. El autobús sale de Cibeles, entre fuentes carolinas y grandes bancos en los que todavía rige don José Echegaray. El autobús viene a morir aquí, bajo el sol inmigrante y vertical, entre chabolas blancas y extensiones donde la hierba apenas es un latido verde que no llega a latir por segunda vez. Esta estrella de pobres vota pecé, socialismo, más ucedé que Fraga o MC. En la parroquia hay -todavía- pósters de Salvador Allende, y por todo el barrio la pintada joven: «Vivo con todos vosotros, pero estoy solo ». «Acabar con las bandas fascistas». «No a los pactos UCD». Hay clubes de karate, todo ese orientalismo marcial de Kung Fu, que es a lo que más acude la juventud. Y una banda navajera, secularizada, asimilada por el barrio: la banda Alaska. De cuando en cuando, mientras la noche luce de magnolios inventados o la mañana se balancea en los mástiles de la luz, solos como un poste telegráfico por donde ya no pasa el telégrafo, de cuando en cuando, digo, llega la pasma y se lleva cuarenta. «Los sueltan en seguida, a ver». Hay una guardería infantil para los niños de las friegaescaleras, pero sólo la luz es señorita cui dadora. Falta el dinero, como siempre, y la guardería está cerrada. En El Emigrante, en La Chinita, en La Perla, se come lo que haya y que no falte.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.