El espíritu de cuerpo
Los analistas de grandes almacenes estiman que el 5% (más o menos) de los que penetran por sus puertas, en las habituales condiciones de vigilancia, sustraerán algún objeto. Naturalmente, si las condiciones de vigilancia mejoran, la cifra es menor, y a la inversa. Cualquiera sea la valoración moral que se dé a tales actos -hay para todos los gustos, como se sabe-, a todo aquel que sustrae algo que no es de su propiedad se le denomina ladrón. El calificado como tal, según los citados analistas, es de uno u otro sexo, de religión diversa, de cualquiera sea la profesión, estado civil, edad y clase social. Como la predicción, lógicamente, concierne a hechos aún no verificados, sino que se han de verificar, esto quiere decir que los analistas poseen una imagen notoriamente degradada de la moral del ser humano (cuando menos en esto de la propiedad), al que juzgan que sólo dejará de comportarse como ladrón, en la práctica, si se le impide, y al contrario, que si las condiciones son idóneas, el número de ladrones se incrementará hasta extremos imprevisibles, haciendo, por así decirlo, saltar los cálculos estadísticos: recordemos las escenas de pillaje en los apagones neoyorkinos, o el hecho -¿por qué vamos a ser distintos? -de que en Córdoba Galerías Preciados hubiese de cerrar sus puertas un día de esta última Navidad porque la avalancha de gente fue de magnitud proporcional al despojo que aconteció, muy superior, por supuesto, a las honradas ventas que al mismo tiempo acaecían.Este tanto por ciento de gente que roba -robar es tan sólo ejemplo de una transgresión; podríamos poner otro- tiene su profesión, como se ha dicho: es médico, albañil, ama de casa, basurero, sacerdote, militar, profesor de EGB, de segunda enseñanza o universidad, guitarrista, gobernador o supergobernador, bombero, ebanista, soldado, obispo, etcétera. Naturalmente, hay ladrones sensu stricto, esto es, gente de profesión ladrón; pero, según se dice, éstos son los menos. Los más son estos profesionales. Tiene escaso sentido, por ejemplo, decir que hay menos ladrones obispos que ladrones médicos. Lo que en todo caso es verdad es que hay menos obispos (creo que son 59) que médicos (que me parece que somos 56.000). Si hubiera tantos obispos como médicos, o tantos obispos o médicos como ciudadanos españoles (38 millones), ¿habría alguien que asegurara que no habría ladrones? Para que estadísticamente no exista posibilidad alguna de que coincidan, de una parte, ser obispo o ser médico, y de otra, ladrón, sólo hay una condición necesaria: que no existan obispos ni médicos. Pero es claro que existen obispos y médicos. Número más escaso lo componen los presidentes y vicepresidentes de Estados Unidos, y recientemente vinieron a coincidir, uno, que era un granuja, y otro, otro granuja.
He aquí cómo la estadística contradice, pues, esa estúpida, interesada e inmoral actitud que se denomina «espíritu de cuerpo». En lugar del desgarro de la epidermis, en farisaica actitud de escándalo, cuando nos informamos que un médico, obispo, juez, guardia civil, presidente de Gobierno o peón caminero transgrede una norma cívica, y sentar la premisa de que «tal cosa es imposible», lo lógico, dada la humana contextura moral, es lo contrario: tal cosa es probable, más o menos probable; y si de verdad ha ocurrido, se ha de tratar de comprender y de juzgar. Y punto.
El espíritu de cuerpo constituye uno de los obstáculos más poderosos para el libre desenvolvimiento de lo que se denomina vida democrática de una sociedad, que al fin y a la postre no es otra cosa que la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. El espíritu de cuerpo razona así: «Un juez prevaricador, un médico ladrón..., ¡imposible! Usted lo que persigue es el desprestigio de la Justicia o de la Medicina» (Don Gregorio Marañon, dicho sea de paso, afirmó paladinamente: «Hablar mal del médico es hablar mal de la Medicina», y se quedó tan sosegado). Con raciocinio idéntico quedamos privados de criticar cualquier actuación de quienquiera que sea, por el hecho inevitable de que, al tener profesión, pertenece a una institución. Se alcanzaría así la divertida situación de que no podríamos hablar mal del mal albañil porque sería desprestigiar la albañilería, ni de un perverso guardia civil porque sería difamar la Guardia civil, ni de un sacerdote inmoral porque sería atentar contra la Iglesia Católica, y así sucesivamente. En última instancia, tampoco se podría hablar mal de un español avieso sin que se nos reprochara hacer anti-España... La parálisis crítica sobreviene en el acto en toda sociedad, como la nuestra, que hace suyo el espíritu de cuerpo, bajo la falacia de que poner en la picota a un miembro de una institución es poner en la picota a la institución (que, por otra parte, tampoco hay razón alguna para que no pueda ser cuestionada; pero esa es otra tarea).
El espíritu de cuerpo es una actitud defensiva y cívicamente inmoral, porque en todo caso, en aras de una supuesta defensa de la institución, oculta la mala conducta de algunos de sus miembros, y contribuye decisivamente a la posibilidad de dejar impunes los delitos de los mismos. Lo contrario del espíritu de cuerpo es, precisamente, el valor cívico de reconocer que la mala conducta es mala, quienquiera que sea el que la cometa, cualquiera sea su profesión, aunque sea la nuestra.
Cuando en Inglaterra el Royal College of Surgeon emitió un veredicto de inmoralidad referido al que fuera médico de Winston Churchill, o en Estados Unidos la Asociación de Juristas expulsó al que fuera vicepresidente de Estados Unidos, Spiro Agnew, y le inhabilitó para el ejercicio de la abogacía, por sus probadas granujerías, pienso que se sitúan en el extremo opuesto de estas instituciones hispánicas que se caracterizan por el cultivo de ese odioso espíritu de cuerpo. Pero me pregunto quiénes hacen inmediatamente más por mantener el prestigio de tales instituciones: si los que, por espíritu de cuerpo, conspiran en la ocultación de los delitos de sus miembros o los que apartan de la institución a sus miembros delincuentes.
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