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Mitterrand, el otro: el presidente

No fue nada fácil reunir en París a los invitados latinoamericanos del presidente François Mitterrand. En parte porque nadie sabe muy bien en qué lugar del mundo se encuentran en cada momento nuestros escritores y artistas, y en parte porque la decisión de invitarlos se tomó 72 horas antes de la posesión del nuevo presidente. Aún la víspera no estaba todavía muy claro quiénes alcanzarían a llegar y quiénes se estaban excusando con telegramas que serían recibidos cuando ya hubieran sido arriadas las banderas de júbilo y las calles de París estuvieran barridas de la parranda multitudinaria más alegre y ruidosa de que se tuviera memoria desde otro mayo histórico: el de 1968.El escritor Carlos Fuentes, de quien nadie daba noticias, estaba dictando una conferencia en una remota universidad de Estados Unidos, y tuvo el valor civil de tomar en Washington el Concorde que venía de México para llegar a tiempo a la fiesta. Matilde Neruda, la esposa del inmortal poeta chileno, se preparaba para volar a Buenos Aires cuando le avisaron que el nuevo presidente de Francia, que había sido amigo personal y lector perpetuo de Pablo Neruda, quería tenerla a su lado el día de la posesión. Miguel Otero Silva, en Caracas, tuvo que vencer su dudoso miedo al avión por tercera vez en lo que va de año, y llegó justo en el instante en que empezaban a tocar La Marsellesa bajo el Arco de Triunfo.

Otros dos invitados notables, ambos brasileños, no lograron vencer el miedo al avión: el escritor Jorge Amado y el arquitecto Oscar Niemeyer. El cardenal Pablo Evaristo Arns, que era el tercer brasileño invitado, no llegó por motivos distintos. El profesor Juan Bosch, antiguo presidente de Santo Domingo, quien sabía que el nuevo presidente de Francia no había incluido a ningún político en su lista de invitados personales, se sorprendió al recibir el telegrama. Sólo entonces se enteró de que no había sido invitado como político, sino como escritor. Doña Hortensia Allende, la viuda del presidente asesinado en Chile, estaba en París una semana antes de la segunda vuelta electoral, y no se quedó desde entonces porque no estaba muy convencida del triunfo de Mitterrand. Ocho días después tuvo que tomar de nuevo el avión de regreso para atravesar el Atlántico por sexta vez en lo que va de año. Julio Cortázar fue el que llegó más fácil: tomó el metro en la esquina de su casa y salió en la estación de la Concorde, a veinte pasos del palacio del Elíseo.

Yo estaba en México, soñando que iba en un tren cargado de guacamayas, cuando sonó el teléfono infame de la mesa de noche. Era Monique Lang, la esposa del nuevo ministro de la Cultura, que había calculado mal la diferencia de horas, y me transmitió la muy amable invitación a las cuatro de la madrugada. Menos mal, porque a las seis debía viajar a las selvas de Chiapas en busca de un lugar con guacamayas silvestres para filmar una película, y no habría estado al alcance de nadie durante una semana.

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De modo que el jueves 21 de mayo, a la una de la tarde, la mayoría de los invitados latinoamericanos estábamos en el comedor del palacio del Elíseo, respirando el aire enrarecido de los gobelinos grandilocuentes, pero con un menú inspirado en la inventiva sobria y original de la nueva cocina francesa, como si fuera una señal de un estilo distinto de gobierno. Había unos doscientos comensales, pero los treinta invitados extranjeros del presidente de la República ocupábamos las dos mesas centrales. Una presidida por el propio presidente, y la otra presidida por su esposa, Danielle. A la derecha del presidente, no por disposición del protocolo, sino por voluntad del nuevo dueño de casa, se sentó doña Hortensia Allende. No se necesitaba demasiada perspicacia para darse cuenta de que aquella deferencia tan especial tenía una significación política muy importante para los invitados latinoamericanos. Poco después, cuando tomábamos el café en los jardines nublados, el presidente se acercó a los distintos grupos para despedirse. Le dije: «Los latinoamericanos tenemos por primera vez la impresión de tener en Francia un presidente nuestro». Mitterrand sonrió. «Sí», dijo, «pero ¿cuáles latinoamericanos?».

Esa mañana, a las 9.30 horas, había tomado posesión de la presidencia en un acto sin invitados Luego recorrió los Campos Elíseos, de pie en un automóvil descubierto bajo el eterno cielo encapotado de París y aclamado por una muchedumbre interminable, y depositó una ofrenda de rosas vivas en la tumba del soldado desconocido. La última vez que lo había visto fue el 18 de enero anterior, cuando era candidato reciente por tercera vez, y muy pocos creíamos en su victoria. Le había hecho saber que me iba a Colombia, y él me hizo la distinción de citarme una vez más a su despacho de la calle Solferino para despedirnos. No fue por premonición, ni por ilusión, sino por una realidad demasiado evidente, que en esa ocasión me pareció que actuaba como si ya fuera presidente de Francia.

La impresión fue distinta el jueves pasado, cuando ya lo era en realidad, y estaba escuchando La Marsellesa bajo el Arco de Triunfo, frente a la llama eterna del soldado muerto. Estaba más pálido que de costumbre, con los ojos fijos en el horizonte de su destino y tratando de reprimir para que nadie se los notara los latidos del corazón. Había consagrado toda su vida a merecer aquel instante, había fracasado en dos tentativas anteriores sin dejarse vencer por el óxido de la derrota, y era, por fin, el presidente de su patria desde hacía tres horas, pero estaba tan bien instalado dentro de su piel que daba la impresión de haberlo sido durante toda la vida. A las seis de la tarde, bajo una llovizna tierna, atravesó solo y a paso lento la plaza del Panteón con dos rosas rojas en la mano. Los coros de la Orquesta de París, dirigida por Daniel Baremboim y con altavoces desmesurados en los extremos de la plaza, cantaban el «Himno de la alegría», de la Novena sinfonía de Beethoven. El presidente entró solo en el ámbito helado del Panteón, caminando erguido y sin prisa por entre las losas funerarias de los muertos más ilustres de Francia, y depositó una rosa en cada una de las tumbas de dos mártires grandes: Jean Jaurés, un dirigente socialista asesinado a cuchillo en 1914 por su decidida oposición a la guerra, y Jean Moulin, dirigente de la resistencia durante la segunda guerra, mutilado y muerto por sus torturadores alemanes. La muchedumbre guardaba un silencio inmenso que sólo podía entenderse como el pasmo inexorable ante el misterio sin fondo de la poesía. Luego estalló en un cataclismo de júbilo que se inició en el barrio Latino y terminó por contagiar a la ciudad entera. Por primera vez desde el mayo de gloria de 1968, el torrente incontenible de la juventud estaba en la calle, pero esta vez no se había desbordado para repudiar el poder, sino embriagado por el delirio de que una época feliz había comenzado. En medio de las músicas confundidas, de los bailes frenéticos, de los teatros de esquina, de los amores públicos de aquella noche enloquecida en que todo París era una sola rumba, yo pensaba que semejante paroxismo de la esperanza era tan emocionante como peligroso. No: yo hubiera querido estar entonces en cualquier parte menos durmiendo dentro del pellejo de François Mitterrand.

Copyright 1981, Gabriel García Márquez/ACI.

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