Las luces de Rafael de Paula
La última vez que vi a Rafael de Paula fue aquí mismo, hace un par de años, cuando el toro le enganchó en un quite memorable. Yo me imaginaba que Paula iba a volver a Las Ventas como si supiese que tenía que seguir toreando a partir de aquella hermosa y dramática interrupción. Pero no ocurrió exactamente así. A lo mejor no tenía por qué ocurrir así. De todos modos, cuando Paula apareció en el ruedo debía tener un nudo en la garganta. Seguro que andaba buscando el sitio donde aquel toro no supo darse cuenta de lo bien que se había estado portando con él el torero. Alguien anunció entonces por los altavoces que se iba a guardar un minuto de silencio por no sé qué empleado de la plaza, que acababa de fallecer. Qué devoción más suprimible. Paula clavó los ojos en la arena con toda la gravedad del mundo y debió acordarse de algo que no era precisamente su cogida de dos años atrás, sino otra cosa más inmediata, porque se fue a recoger el capote con su impavidez un poco más macilenta, el gesto del meditabundo ocupando todo su cuerpo.Rafael de Paula no se sentía nada satisfecho con los toros que le habían tocado en suerte. Lo supe antes de la corrida y me temí que eso era lo que estaba despertándole su antigua lesión de la rodilla mientras se apoyaba en el burladero. Sin embargo, cuando salió el primer Torrestrella parecía que había sentido el amago de esa confianza que le entra de pronto como una sed. Cogió el capote un poco más abajo de lo que suele hacerlo y esperó al Torrestrella, qué era negro girón y traía el olor del pasto de Jerez pegado a los cuernos, una deferencia que Paula debió apreciar en todo lo que valía. La verdad es que el toro no daba señales de ninguna clase de emoción, y el torero intentó contagiarle de la suya. Anduvo primero mirándole como si le conociera de vista, y luego se dio cuenta de que no le conocía de nada ni que tampoco quería tener con él más relación que la imprescindible. De modo que le trató con una prudencia de lo más exquisita, aligerando los trámites, qué menos. Con el segundo de su lote, otro negro bragado y sin línea, procuró ser más explícito, usando de una discreción sumamente conciliadora y animándole a una intimidad que el toro no estaba dispuesto a admitir. Hizo bien, finalmente, en no darle beligerancia, porque incluso le lastimó una mano sin ninguna justificación.
Había mucha gente -casi toda la plaza- que no sabía de qué iba la cosa o no quería saberlo. No es que yo frecuente mucho las plazas de toros, pero cada vez veo en ellas más gente así. Por supuesto que es la misma que se solaza con la ramplonería y la mecánica zafiedad de tantos valientes de turno; la misma que ni siquiera barrunta qué fascinantes ceremoniales pueden concurrir en el arte de Rafael de Paula. Esa multiplicación de injurias literalmente cerriles que le dedicaron, ¿a qué congénita cerrilidad obedece? ¿Cómo airear una irreprochable educación estética frente a tan mala educación pública? La luz del entendimiento me hace ser muy comedido. Hay que admitir, desde luego, que Paula da a veces la impresión de que está solo en medio del ruedo y que no le importa en absoluto saber nada de nadie, manteniendo con el toro una conversación absolutamente confidencial. Pero ésa es la cuestión. El comportamiento del toro impone entonces una u otra respuesta, deslumbradora o melancólica, según, de la que depende que el enigma del toreo se incline hacia el tedio o la maravilla.
El toro con el que mejor se habría entendido Paula no le correspondió. Era el último, un ensabanado con bravura al que le hizo un quite prodigioso. Y luego ese mandato arrogante, la sabiduría majestuosa del cuerpo aproximándose al toro para irse acostumbrando a él o para que el toro sepa que juega con uno de los, hombres mejor dotados, sensitiva y racialmente, para el ejercicio de esa situación límite en que también consiste la secreta locura del toreo.
Babelia
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