El reino del miedo
Creo que ha llegado el momento de volver la oración por pasiva y preguntar cómo se puede detener la escalada de la involución. La otra, la del terrorismo, será mucho más dramática si permitimos que prospere la del «golpe». Hay que detener la escalada del «golpe» porque está en contra de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos, única fuente legítima del poder, y porque no sólo no detendría la escalada terrorista -como no la pudo detener el franquismo-, sino que facilitaría su crecimiento justificándolo con la represión. El análisis terrorista -basado en el «cuanto peor, mejor»- es aberrante, desde luego; pero si un sistema político se denuncia a sí mismo devolviéndonos a todos, terroristas o no, a la represión dictatoria, el terrorismo sólo puede crecer. Las dictaduras no funcionan sin represión, que acaba provocando resistencia y estableciendo la violencia como norma. Y no se solucionaría nada, ni el paro, ni la crisis, ni nada, porque la ineptitud de las dictaduras para resolver cualquier cosa es manifiesta. No podría tampoco eternizarse, por mucho que durara. Ni durar lo que duró la franquista, porque aquélla estaba cimentada en la sangre de una guerra civil de tres años de duración y la represión durante sus cuarenta años de existencia.Así pues, sólo hay un método realmente eficaz para que el terrorismo pierda fuerza: volver la oración por pasiva y detener la escalada del «golpe», impidiendo esa justificación mutua demencial que se prestan terroristas y golpistas. ¿Por qué ha de parecernos más aberrante la «revolución» postulada por unos que las «razones» postuladas por otros, expresadas así en un panfleto cuyo contenido no me resisto a transcribir?: «Español», dice, «si quieres que tu mujer y tus hijas no sean violadas en la calle, que no vendan a tus hijos drogas y pornografía; si quieres pan y trabajo para ti y los tuyos, si quieres que no te arrebaten a Dios, pide la libertad de Tejero y de Milans. Ellos nos salvarán». Es, como se ve, todo un programa. ¿Y de qué manera puede impedirse el «golpe» para el cual los rumores que circulan dan incluso fechas, y cuyo peligro no parece totalmente conjurado a los líderes de los partidos parlamentarios de izquierda? Por supuesto que son ellos quienes tienen la mayor responsabilidad en esa urgente tarea. Disponen de los mecanismos de movilización, cuya fuerza se pierde en la medida en que no se utiliza. En este punto habría que dedicar un espacio a reprocharles la atonía democrática, que tanto contribuyen a generalizar cón el espectáculo más bien poco estimulante de las divisiones internas en sus partidos. Parecen discósiones doctrinales, pero son realmente cuestiones relacionadas con la ambición de poder, cosa bien distinta.
Ante la escalada de la involución por medio del «golpe» que provoca cada nuevo atentado, los líderes verdaderamente democráticos responden sin energía, con pusilanimidad, haciendo concesiones y, por consiguiente, fomentando una especie de complejo colectivo de culpabilidad. Nos reclaman adhesiones más o menos fervorosas, inventando manifestaciones para expresarlas que tienen un inevitable aire penitencial. Porque veamos, ¿de dónde puede venir el «golpe»? ¿No se teme justamente de aquellas fuerzas para las que se pide la adhesión? ¿Es que se trata entonces de aplacarlas? ¿Y por qué las hemos de aplacar si no les hemos hecho nada? En cambio, la parte de esas fuerzas que cuando son golpeadas, en lugar de reaccionar en favor de la libertad, reacciona pidiendo que se limite, debería ser recriminada por su deslealtad a lo que ha jurado defender y por la ceguera que habría de inhabilitarla profesionalmente. ¿Cómo podemos confiar en quienes ante situaciones graves, de dolor desatado, en lugar de reaccionar con disciplina y sinceridad, sólo ven el remedio en echarlo todo por la borda?
Cuando en Italia las tramas negras fascistas siembran la muerte en la estación de Bolonia o las Brigadas Rojas secuestran y asesinan a Aldo Moro, a nadie se le ocurre que haya que suspender la democracia y volver al fascismo, en nombre del cual -como aquí el «otro» terrorismo, del que tan poco se habla y contra el que tan poco se actúa- se hacen estallar bombas y se producen muertes. La plaga terrorista, que allí no trata de justificarse con reivindicaciones nacionalistas, sino sólo con la abstracción «revolucionaria» o con la vuelta a los aires imperiales y racistas, no ha provocado leyes especiales de «defensa de la democracia,», que sólo sirven para restringirla, ni mucho menos colaboraría en esa tarea la oposición. Para empezar, el Gobierno, el eterno y deteriorado Gobierno democristiano, no lo pide.
Claro que allí sí que hubo «ruptura» y se hizo el juicio negativo y condenatorio que el fascismo merecía. Aquí la transición se ha basado en que tal juicio no se hiciera -y aún se nos recomienda que continúe suspendido-, lo cual es el origen y la causa de esa tendencia simplificadora a «volver» que alimentan los «golpistas» y quienes les exaltan co
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mo héroes. Pero si el proceso digamos que «democratizador» no ha sido, como debía, una paulatina aunque incesante «ruptura», ¿de quién es la culpa? ¿No ha habido demasiadas complacencias de la oposición respecto de una fuerza política mayoritaria cuyo origen, en su mayor parte, todos sabemos cuál es?
Es eso precisamente lo que hay que combatir. La escalada del «golpismo» no tendría horizonte sin tantos nostálgicos de la involución. Recordemos cuándo empezó a deteriorarse más intensamente un clima democrático que nunca ha llegado a ser estable desde que se inició en 1977. Primero fue lo de la «racionalización», en versión de la izquierda, de las autonomías, que, según la derecha -eso que se llama tan inexactamente el «centro»-, había que «reconducir» fuera de la Constitución, claro, puesto que de ella nacían. Y para poderlo llevar a cabo se hicieron «segundas lecturas» de dicha Constitución. Restrictivas, por supuesto. Luego fue la ley de Enseñanza uno de los viejos tabúes de la derecha, hasta llegar al apresuramiento de la Iglesia en tomar posiciones contra la LAU y, sobre todo, contra la ley de Divorcio. El panorarna involutivo es de los más clásicos. ¿Dónde están, pues, los «involucionistas»? ¿Sólo en una parte, la que sea, mucha o poca. del Ejército, no lo sabemos -quizá ni el mismo Ejército lo sabe-, o también en los escaños del Parlamento?
Detener la escalada de la involución, oponerse al «golpe», exige una política de firmeza democrática que no pase por «racionalizaciones» ni «segundás lecturas» de una Constitución tan limitada en sí misma y recortada por leyes especiales para «prote-. gerla». ¿Por qué tenía la izquierda que haberlas votado favorablemente? Que el partido del Gobierno las hubiera sacado adelante con su propia mayoría, y de ese modo sería únicamente suya la responsabilidad que ahora comparte con el miedo de la oposición. Esa es una culpa que urge rectificar. No se puede extender el miedo sin favorecer los planes de quienes lo provocan, sin hacerles el juego. Porque del mismo modo que ceder al «golpe» sería hacer el juego al terrorismo que se quiere combatir -olvidando que con todo el golpismo establecido del franquismo puro y duro tampoco se llegó nunca a erradicar-, ceder al «chantaje» del miedo a perder la poca democracia que tenemos es hacer el juego a los que con ese miedo preparan el terreno para dar el «golpe».
No es válido el argumento de que los dirigentes de partidos de izquierda que han dado sus votos y su asentimiento a las leyes de excepción, con las que se deja casi en nada lo poco que había escapado a los controles de la «transición», tienen información vedada a los mortales con la sola condición de electores -o de abstencionistas, cuyo censo sólo puede crecer, dadas las circunstancias- y por eso actúan como escolares que han de gritar cada día vivas a todo y exaltar los símbolos patrios. En todo caso, esos sentimientos, que, como todos, se desacreditan cuando se exteriorizan tanto, hay que darlos por supuestos. El deber consiste en denunciar los peligros que corre la democracia para suscitar una reacción defensiva y no concesiva. Hay que parar la escalada de la involución, que es, por otra parte, la única manera de parar la escalada del terrorismo. De lo contrario acabaremos viviendo todos en el reino del miedo. Y en ese reino no hay esperanzas para la libertad.
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