La casta excepción de los Hernándezplá
La casta del toro es esa inconfundible agresividad del quinto de la tarde (no importa ahora si ofensiva o defensiva), que por cierto nos estuvo desconcertando a todos a lo largo de su emocionante y espectacular lidia. La bravura, esa misma agresividad, pero ya inequívocamente ofensiva, del primero: un toro de bandera; un toro excepcional, que se va a alinear entre los mejores de la feria, y aún dudamos que ninguno llegue a igualarle.Toda la corrida constituyó una continua lección de tauromaquia y quien estuviera atento al comportamiento, de las reses, pudo apreciar datos reveladores sobre la raza autóctona que denominamos toro de lidia. Por ejemplo, en esa no siempre clara distinción entre casta y bravura, de la que hablábamos; por ejemplo, en la debatida cuestión del trapío. Los Hernandezplá, sin ser aparatosos, y aunque alguno fuera francamente chico, tenían trapío.
Plaza de Las Ventas
Cuatro toros de Hernández Pla, con trapío y casta, muy bravo el primero. Cuarto, sobrero de García Romero, y sexto de Alonso Moreno, ambos mansos. Riverita: estocada (pitos). Estocada caída (silencio). Curro Vázquez: pinchazo hondo, rueda de peones, descabello, media atravesada, otra rueda y dos descabellos (silencio). Pinchazo hondo delantero y cuatro descabellos (pitos). Galloso: bajonazo descarado (bronca). Pinchazo y estocada trasera (pitos). Presidió bien el comisario García Conde. Gran entrada.
El trapío lo explicaba así de bien un industrial vasco de 1.90 metros de talla: «¿Tú sabes don Marcelino, el pequeñito gran aficionado que se fuma unos puros de medio metro, cuando, en la partida, coge los naipes, los abre en abanico, los estudia a fondo y luego, levantando la vista por encima de las cartas te mira así? Pues ése es el trapío».
Así -tal que don Marcelino, con perdón- miraban los cardenitos de Hernández Pla, y si me hubieran dicho que a los toreros les temblaban los corvejones, lo justificaría plenamente. El grandón García Romero (nunca se acaban los ejemplares de esta ganadería-coneja), con ser tan grandón, daba mucho menos miedo que los cardenitos. Riverita fue capaz de que darse muy quieto, aguantar y por fiar mucho al García Romero reservón, y, sin embargo, no podía estarse quieto con el cárdeno re cortadito y bravísimo que abrió plaza.
El bravísimo cárdeno, codicioso en el capote, dio la primera muestra de bravura enorme en cuanto vio al caballo. Se lo quería comer. Al sentir el hierro metió los riñones, levantó los cuartos traseros. Parecía que una mano invisible le ponla en cada encuentro inyecciones de vitaminas, pues iba a más y a más. Como los lidiadores no lidiaban, no había lidia. O si la había, el toro se la daba solo. Sin ayuda de nadie lució su bravura en todos los tercios, su nobleza absoluta, y murió de pie, en los medios, sin abrir la boca, mientras el público le dedicaba una ovación cerrada. Había sido un toro de vuelta al ruedo, pero nadie la pidió. ¿Por qué?
La mala lidia siguió en los toros siguientes. Matadores y subalternos los ponían en suerte de cualquier manera. Los picadores hacían la carioca y clavaban trasero, o en los blandos. No sólo destrozaban a los toros, sino que asesinaban a la fiesta misma. El esfuerzo del ganadero para criar en pureza un ganado de casta desbordante, al final no servía para nada. El esmero de años de selección de la sangre brava, chocaba con la mentalidad limitada y los intereses pequeñitos de unos toreros mediocres. Allá ellos, pues también salieron perdiendo. Eso que pretendían de pegar muchos pases y al toro que le vayan dando, les salió torcido. Ni Curro Vázquez ni Galloso pudieron lucirse con los Hernandezplá.
El quinto nos volvió locos a todos con los cambios. que, tuvo durante la capea en que convirtieron la lidia, tanto los toreros de montera como los de castoreño. Empezó haciéndose el blando, el muy tunante. Tomaba sin brío los capotes, como si no tuviera temperamento, y perdía las manos, como si padeciera de anemia. Pero en seguida se vio que había salido vestido de lagarterana, pues cuando olió la presencia de los caballos no pudo disimular más, se quitó el disfraz y se lanzó sobre ellos como un león. En puridad debiéramos decir como un toro bravo, pero nos da reparo, pues no resultó estrictamente bravo. Un rayo era el Hernandezplá en su arrancada terrible, desde lejos, contra el caballo, al que derribó con estrépito y le hundió todo el cuerno hasta la mazorca. Para los siguientes encuentros, los lidiadores metidos a maletillas plantearon la suerte en el mismísimo toril y allí se arrancaba también el toro desde lejos y al galope, aunque al sentir el hierro se dolía, lo cual es dato descalificador para su bravura. A todo se arrancaba desde lejos: a los engaños, a los engañadores, a una mosca que pasara. Los apuntes de bravo-no bravo se alternaban en el cuaderno de notas, que quedó tan abigarrado y complejo como unas tablas de navegación y lo tengo a la venta.
El picador hizo una carnicería en los lomos del animal, que de tan dura pelea quedó burriciego, en la modalidad de los que de lejos lo ven todo, y de cerca ni tres en un burro. Curro Vázquez se percató pronto de la oftalmía y dio distancia a los cites, que hacía incluso a la voz, pero cuando el toro le llegaba a jurisdicción, como perdía la muleta, se quedaba parado. No pudo Curro hacer otra cosa que abreviar y matar.
Después salió un toro de Alonso Moreno, aplomado y sin clase, al que Galloso porfió con valentía y le obligó a tomar el engaño para varias series en redondo de muy buen trazo. Pero ya casi nada tenía interés, pues la corrida eran los Hernandezplá, su trapío, su casta excepcional. Hay en esta divisa una reserva de sangre brava como para inundar todo el mapa ganadero.
Babelia
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