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Un espléndido espectáculo vivo

La Croissette de CaNnes, durante el festival, es con toda certeza el único lugar del mundo civilizado donde jamás se escucha el vocablo crisis. Sólo por tal razón valdrían la pena estos quince días, que hoy se inauguran, de intenso celuloide flamante, grandes y secretos negocios multinacionales, enormes y apasionantes minucias cinéfilas que abastecerán a todas las revistas viscerales, y efimeras vanidades de la era del glamour.

Es todo un espectáculo insólito este Cannes, con 35.000 participantes y cerca de 3.000 periodistas procedentes de las más diversas democracias en crisis, de las más variopintas bancarrotas nacionales, de los más inciertos futuros socioeconómicos capitalistas y de los más sombríos porvenires comunistas; todos pacíficamente reunidos en torno a un festival en auge indiscutible y circulando alrededor del tinglado narrativo más característico y popular de la segunda revolución industrial, que no solamente no está en quiebra, sino que ha logrado triplicar en estos últimos años sus beneficios materiales y sus prestigios culturales.

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Nadie habla en Cannes de crisis, y no solamente por motivos de evidente buen gusto, sino porque tal vocablo justifica todo, ya estúpidamente mítico, no tiene sitio ni sentido en un festival que cada temporada resulta más espectacular que el anterior. Cierto que arrecian las críticas a la organización, que cada nueva edición y desde sus inicios -allá en septiembre de 1946- se reproducen las eternas disputas entre la calidad y la comercialidad, el arte y la industria, el ocio y el negocio; cierto también que corren por las terrazas del Carlton las más disparatadas rumorologías y frivolidades, como asimismo es preceptivo que los sobrinos putativos de Godard de nuevo intentarán este año boicotear con sus pateos y abucheos las decisiones del jurado, después de haber hecho cola paciente durante horas ante las taquillas del Grand Palais para no perderse una sola secuencia del «despreciable espectáculos neocapitalista».

Todo eso forma parte de los anuales ritos de regeneración de la Croisette, junto con la inevitable manifestación ecologista, los pelmazos escupefuegos y comevidrios disfrazados de apaches, el striptease tedioso de la rubia absolutamente desconocida frente a los más ociosos objetivos japoneses y la decepción estridente de los críticos de la elite revisteril ante los grandes prestigios en competición y su misteriosa pasión desmesurada por esa incomprensible película semiclandestina de un disidente anónimo que proyectan en la sala más lejana y a la hora más peregrina.

Lo que nadie osa discutir aquí es la viabilidad y brillantez de la próxima edición -en este caso, con nuevo palacio de festival-, ni muchísimo menos las posibilidades a largo plazo del cine como «expresividad dominante». La letanía de la crisis queda para los congresos de novelistas, las semanas de filósofos, las jornadas poéticas, los certámenes plásticos y todos aquellos reunionismos masoquistas que hacen de «la muerte de la cultura» un problema cultural de altos vuelos.

Un muestrario completo

No hay «necrocultura» en Cannes desde la noche aquella, de 1968, en que Godard se colgó de las cortinas del Grand Palais invocando a Marx, aunque plagiando a Groucho. Podrá ser Cannes comercial, industrial, multinacional o mundanal como el mismísimo ruido. Pero lo cierto es que se trata de una de las raras manifestaciones vivas en donde colea de todo: desde el off, off, off, Nueva York hasta el más perfecto amarillento remake ambiental del viejo Hollywood, pasando por las terrorías de laboratorio de ese nuevo cine alemán que sólo causa pasmos en el Estado de las autonomías, los más descabellados vanguardismos del Este, el kistch entrañable de las cinematografías del Oriente Próximo o las muy justas, iras tercermundistas injustamente filmadas.

El sentido del festival de Cannes está en su espléndida bastardía cultural, y no en su purismo artístico, en su rigor crítico o en su justicia distributiva. Lo que la Croisette refleja cada año es algo más que el estado de la cuestión fílmica en el mundo entero o la cuestión del gran estado cinematográfico yanqui. Lo que Cannes expresa con provocadora frivolidad, sin falsas coartadas intelectuales, a mercado descubierto, es el soberbio espectáculo de las masas que acuden religiosamente a reconocerse y a sumergirse en el gran espectáculo de masas de nuestro tiempo. No vamos a Cannes solamente en pos del séptimo arte, la octava maravilla o la novena potencia industrial, sino a contemplar en directo el insólito caso de una expresividad secular que sigue viva.

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