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Descubrir, aprender, admirar

En este libro de mi amigo se refleja, en primer lugar, su alma. Alma abierta, que quiere comprender y estimar a todos, y que encuentra en los hombres, en la vida humana, maravillas suficientes para convertirlas en objeto principal de su atención. Por algo una parte muy importante de su labor intelectual se ha dedicado a pensar sobre este maravilloso y único ser que es el hombre, coronación de lo creado, según la idea tradicional, y ahora problemático y angustiado poblador de un planeta que se le agota ante su triunfo y que es apenas un grano de mostaza en el cosmos. No olvidamos que la antropología médica y la filosófica fueron a menudo temas de estudio y meditación para él, pero no le interesa sólo el hombre abstracto, sino la vida de los hombres, en especial la de sus contemporáneos, a los que vuelve siempre después de dedicar su comprensión humana del pasado a tantas figuras históricas, hombres que así vuelven a quedar cerca de nosotros.En este libro se evoca la mirada, el gesto, la presencia, de tantos amigos, vivos o desaparecidos, e incluso de algunos de los que la presencia -Galdós, Unamuno, Cajal- dura en cierto modo todavía. La memoria de Laín tiene algo de la pintura de un Goya, y fija de modo indeleble la postura, el gesto, la actitud, el ambiente -un mueble, un vestido, un libro en la mano para presentamos la figura no en un momento dado, sino en la esencia de su ser.

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Más de cien españoles, más de cien contemporáneos, representativos de lo que somos y queremos, y de lo que no somos y no podemos ser. Las preguntas, más de una vez angustiadas, que se hace Pedro Laín nos las hacemos sus lectores al volver muchas páginas de este libro. Y los retratos que se van sucediendo llevan todos en la mirada el sello de nuestra época, cuajada en realidad, que nos ha marcado a todos, cómo vencedores o como vencidos, como exiliados o perseguidos o acomodados. Esa realidad política redujo a Zubiri a un círculo minoritario en el que faltaban los jóvenes estudiantes. Y en ella podía nuestro amigo el poeta Luis Felipe Vivanco buscar una explicación de una España trágica como «la retrasada de Dios». Y también esa lenta peripecia española se refleja en el retrato que Laín hace de un exiliado, el humanista Francisco Ayala, que, por debajo de la realidad terrible del hombre que es lobo para su semejante, es a veces, como hombre excelso, «espejo de salvación».

Hablando del filólogo Rafael Lapesa puede Laín recordar, aun de tiempos ásperos que marcaron con el resentimiento a tanta gente, lo que es la «convivencial generosidad», que es la de aquellos hombres que «además de esforzarse por convivir leal y cordialmente con los mejores, se afanan y desviven día tras día para que los mejores con vivan dialógicamente entre sí». Y respondiendo en la Academia al dramaturgo Buero Vallejo, señala el interés de varias de sus obras por la deficiencia humana, por la sordera o la mudez o la ceguera, que orienta al espectador hacia la esperanza y el eticismo, al contemplar el ser humano, «digno de ese medular destino nuestro de querer siempre mucho más de lo que por nosotros mismos podemos alcanzar».

Y en este libro de retratos se refleja España, este país nuestro, cuyo contorno físico e histórico ha preocupado siempre a Laín, que le ha dedicado muchas de sus mejores páginas, desde España como problema, a A qué llamamos España. Incluso como decorado de la antigua Andalucía, en una venta entre Sevilla y Cádiz: «Peregrina mezcla de luz clara, aire corriente, pescado frito, copas de fino o de oloroso, según las horas, alegres voces seseantes y caótica profusión mural de toreros y cantaores». O en la semblanza de Américo Castro, que comienza con confesión modesta, muy propia de mi amigo: «Disto mucho de ser un historiador de la vida española», y sigue situando la obra del escritor retratado en el mismo ámbito de preocupaciones sobre el ser de España que dominan la obra de Laín, basada, de modo muy distinto, pero muy comparable a la de Castro, en la problemática situación de haberse hecho, ante la trágica situación de la guerra civil, cuestión de sí mismo. Por eso la dramática y apasionada lección de Américo Castro se convierte en lección imitable, en lección dramática, que a veces invita a la polémica. La trágica historia de las dos Españas se configura así desde lo que para Castro es nacimiento de algo nuevo, España, a partir de la Reconquista.

Y lo mismo descubre España en el pintor paisajista Benjamín Palencia, en cuya pintura descubre una intención soteriológica del paisaje, que busca lo humano en los diarios conmovedores de la juventud del amigo desaparecido, o en el unamunesco alma-libro de los diferentes escritos de Dionisio Ridruejo, o en el generoso sacerdote que se desvive por el alma de sus semejantes. Todo con la cita fe cunda del verso oportuno de Maragall o del Tenorio, o con los destellos de la cita de Kant o de Aristóteles.

No aplicaré ningún adjetivo a este libro, donde vemos a su autor dedicado a enseñar lo mejor posible lo que sabe, y a seguir siempre, como verdadero maestro, a seguir descubriendo, aprendiendo y admirando.

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