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Palabras contra la violencia

Juan Luis Cebrián

Ha sido tanta la sangre vertida, tanta la pasión derramada estos últimos siete días sobre España, que a veces uno se pregunta si será posible todavía procurar un momento de diálogo y alguna reflexión sobre lo que sucede. Frente a quienes claman por hechos porque las palabras ya no valen, según dicen, para nada, es preciso levantar de nuevo la voz de la razón y del entendimiento, la bandera del diálogo. Pues aun sobre la violencia, las armas, el asesinato y el terror, las palabras tienen algo que enseñarnos y que decirnos a los hombres.Hechos. ¿Qué hechos? ¿Cuáles son esas acciones taumatúrgicas y milagreras que la ultraderecha reclama, esta vez sí, cambiando la palabra por su rebuzno? Una gigantesca campaña, levantada desde sectores del conservadurismo procaz, se instrumenta ya lo mismo a favor de la pena de muerte que en contra del sistema democrático. Cuando la experiencia demuestra que la pena de muerte no es un elemento disuasor frente a quienes están animados por fanáticos móviles políticos o por idealismos viscerales. Y menos aún frente a los profesionales del crimen, que son capaces de cometer un atentado a cambio de un sueldo mercenario. Antes bien, la pena capital sólo sirve para crear un martirologio infame y degradante y añadir violencia y sangre sobre la sangre y la violencia ya vertidas.

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El terrorismo no es un fenómeno de ahora, ni han empeorado sus estadísticas desde el nacimiento del nuevo régimen en comparación con el anterior. Durante toda la primera década del franquismo, hasta bien entrados los cincuenta, la guerrilla causó numerosas víctimas entre las fuerzas de seguridad del franquismo, que idearon, por su parte, la tristemente célebre contrapartida, inventora de una táctica de tierra quemada y víctimas inocentes como elemento disuasor del maquis. Años más tarde, en vida del dictador, la ETA, el FRAP, los propios GRAPO, abrieron ya su tenebrosa lista de acciones, frente a una reacción no menos tenebrosa de errores, manipulaciones y escarnios sobre la población. Ahora que les vemos pedir «dureza» y un «Gobierno fuerte» a algunos prohombres de la ignorancia ganas dan de recordar quiénes eran los ministros, subsecretarios, directores de la Guardia Civil y la Policía cuando volaba por los aires el coche del almirante Carrero o estallaba en pedazos la cafetería Rolando. Fue en vida de Franco cuando los automóviles de generales y altos mandos de las fuerzas de seguridad comenzaron a ser zarandeados por la partida de la porra que hoy enseñorea los barrios bien de nuestras capitales, y ya entonces soltaban los latiguillos de Arias Mantequilla o Garigano Coñi.

Creo que estas son fechas para recordar aquello, si es que no queremos hablar de ese otro terrorismo institucionalizado que llevó a los paredones de fusilamiento a decenas de miles de españoles durante y después de nuestra espantosa guerra civil. Una guerra -¿habrá también que repetirlo?- que comenzó con una asonada del corte tragicómico de la del 23 de febrero pasado.

Reivindiquemos entonces la palabra. Palabras para decir que el terrorismo y la contestación armada no es un problema de este régimen, sino una endémica pasión de nuestro pueblo, y quién sabe si de todos los pueblos, y que no va a terminarse de la noche al día, ni quizá, trágicamente, nunca, pues nunca ha de acabarse la violencia en la historia de los hombres. Pero para decir también que es la democracia y el mantenimiento de las libertades, la palabra y no la metralleta, el único sistema capaz de reducir y aislar a quienes quisieran que todo el mundo cambiara a su antojo en un instante y de un pistoletazo. Este país va a seguir sufriendo la amenaza eta durante mucho tiempo, y eso lo sabe cualquiera.

Sólo desde la aceptación de este hecho dramático y revelador, desde el asentimiento al hecho de que nadie tiene la solución, porque no hay una solución, sino un entretejido de caminos y soluciones, de búsquedas inacabables, podrá instrumentalizarse con alguna eficacia y con probabilidades de éxito la acción antiterrorista. Sólo desde el convencimiento de que el sistema de convivencia y las estructuras democráticas no pueden ser vencidas por un puñado de fanáticos, y desde la sensibilidad irrenunciable al hecho -por desagradable que sea- de que en Euskadi las bandas armadas cuentan con un apoyo social y político considerable, será posible consolidar la convivencia pacífica de los ciudadanos y perseguir con una fortaleza que incluya también la del convencimiento moral a los delincuentes de cualquier laya.

Los terroristas sólo tienen en realidad un método al alcance de su mano para obtener la sustitución y el cambio de naturaleza de las estructuras del Estado. Sólo una oportunidad de victoria existe para ellos -tanto si pretenden recrear el aislamiento internacional de España como devolver a ésta a una situación interna que hiciera explicable una acción armada contra el poder-: que sus provocaciones, sabiamente utilizadas por sus congéneres de la ultraderecha, hagan mella finalmente en un sector amplio de las Fuerzas Armadas y propicien la repetición, esta vez con éxito, de la intentona golpista. Este es el temor y esta es la trampa en la que se halla incursa nuestra sociedad. En efecto, si aceptamos conscientemente que, en palabras del propio presidente del Gobierno, la lucha antiterrorista será dura y larga, ¿cómo garantizar que la amenaza golpista nos dará tiempo siquiera para poder librarla? Desde una única actitud: la firmeza en la represión del golpe y la solidaridad social frente a los agitadores que lo propician. En este sentido resulta incomprensible -y son meros ejemplos-, tanto que los ayuntamientos democráticos se muestren perezosos en la eliminación de pintadas que ensalzan a los rebeldes como que la policía gubernativa no exhiba mayor dureza ante los muchachitos fascistas que han pedido estos días la cabeza del Rey, sin duda con la sana intención de rebanar de paso algunas otras más.

Esta es, pienso, la consideración primera que debe hacerse el presidente del Gobierno: que no podrá llevar a cabo la acción contra el terror -ni en el terreno policial - ni en el terreno policial ni en el terreno político- si no provee a su Gabinete de mayores apoyos que los que hoy suscita. Calvo Sotelo preside un Gobierno con minoría parlamentaria y desde un partido que amenaza a diario con descuartizarse. Y no es esta, sin embargo -con ser grande-, su mayor debilidad, sino la que proviene de la duda popular respecto a la capacidad de control que sobre los movimientos sediciosos y los grupos de presión anticonstitucionales -inmersos en el propio aparato del Estado- tenga el Ejecutivo. La gigantesca manifestación de silencio que los españoles protagonizaron el viernes no fue sólo un acto emocionante de duelo y de protesta contra la violencia, sino una nueva demostración palpable -¿cuántas se necesitarán?- de que esta es una sociedad moderna, con unos comportamientos cívicos envidiables, y no una nación de borregos, como se empeña la ultraderecha en suponer. No se debe por eso abusar de su paciencia y sí atender sus expectativas, bien simples por otro lado: que el Gobierno sea capaz de instrumentar la dirección política del país y que los partidos no vuelvan a enroscarse sobre sí mismos, de espaldas a las demandas de la propia sociedad. Y que la única oportunidad de triunfo que los terroristas tienen, que es la del golpismo, sea firmemente eliminada mediante la escueta y llana aplicación de la ley y el empleo de la imaginación política.

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