En la muerte de un ciudadano anónimo
La fina sensibilidad literaria de Dionisio Ridruejo -traductor al castellano, con Gloria de Ros, del Quadern gris-, junto con su convencimiento profundo e imperioso de los que obligan a decir las verdades, le llevó a la osadía de afirmar que Josep Pla era el mayor prosista español del siglo XX. Afirmación quizá imprudente en España, donde apenas nadie conoce su obra, aunque algunos de sus libros no solamente han sido traducidos al castellano, sino también han sido escritos en esta lengua.He aducido siempre este ejemplo -basándome en la afirmación de Ridruejo, que no puedo más que suscribir- para indicar una de las más graves muestras de la incultura tradicional española, del desconocimiento de sus grandes hombres, de sus distintas nacionalidades y de la abundante literatura de calidad que se ha escrito en otras lenguas que no eran la castellana. Este hecho irreversible y que no lleva trazas de desaparecer será uno de los indicios más espectaculares -al correr de los tiempos- de la vaciedad o de la hipocresía de la manida expresión «unidad de la patria», eslogan esgrimido por la derecha nacionalista española -no es que la izquierda le ande mucho a la zaga- con una constancia que sólo tiene parangón con una ignorancia de raíz, porque procede de su antiintelectualismo, de su obsesióncentralizadora/ imperialista y del convencimiento de que la cultura no sólo es la madre de todos los vicios, sino, también, de todos los peligros que han amenazado secularmente a España. Si a ello añadimos la actitud reservona o contraria a la figura de Josep Pla, por parte de un grupo irreductible de la intelectualidad catalana, por razones políticas, habremos acabado de trazar un panorama vagamente descorazonador de lo que sucede en seta piel de toro, en la que parece que no hay manera de arraigar modelos de vida civilizados que sólo pueden proceder de este concepto maldito que es la cultura.
El desahogo de los párrafos anteriores no es gratuito. No sólo porque responde a la verdad, sino porque están escritos en defensa propia; es decir, para que el lector de las líneas que siguen no se crea que nos inventamos un mito, un personaje o una obra, es decir, para que nos conceda un margen de confianza para intentar explicar, brevemente, las razones que indujeron a Dionisio Ridruejo a escribir la temeraria afirmación inicial.
He dicho en alguna ocasión que la mejor forma de iniciarse en el conocimiento de la obra de Josep Pla es la de enfrentarse brutalmente con el hecho cuantitativo, es decir, recorrer con la mirada los lomos de los casi cuarenta volúmenes de su Obra completa -unas 25.000 páginas- y elegir al azar media docena de títulos, para sumergirse durante unos cuantos días o algunas semanas en su lectura. No creo que haya, para el lector que desconoce la obra, otro procedimiento mejor que esta inmersión en profundidad; procedimiento, claro está, aplicable también a otros escritores caudalosos: Saint-Simon, Balzac, Galdós, Baroja, Dickens, Proust, etcétera. Ante este hecho, pueden suceder, ciertamente, dos cosas: un rechazo global o una fascinación progresiva. En el primer caso, es preferible que el lector no persevere: el cansancio es el peor enemigo de la literatura porque actúa de manera acumulativamente irritante contra el autor. En el segundo, el más frecuente, dada la amenidad de la literatura de Pla, el lector deberá planificar y dosificar su placer a lo largo del tiempo alternando lecturas, puesto que tampoco es aconsejable -salvo en el caso del estudioso- dejarse invadir por un mundo tan prolijo, abundoso, creativo, imaginativo y real, cuan obsesivo y monopolizador.
Sugerir ese baño de inmersión es especialmente indicado en una obra de gran coherencia ideológica, desarrollada a través de multiplicidad de géneros. El lector se encuentra, pues, ante un autor que desde la autobiografía al ensayo, desde la novela al libro de viajes, desde el retrato literario a las narraciones breves, presenta y plantea, a partir de enfoques literarios diferentes, una visión del mundo coherente y veraz, primer signo distintivo de que nos encontramos ante un gran escritor. Gracias también a ese procedimiento inmersivo, el lector descubrirá fácilmente cuáles son los temas recurrentes que configuran esa concepción del mundo. Así, por ejemplo, en la descripción de un paisaje, en un fragmento de una narración, en los recorridos a través del espacio de un libro de viajes, en las notas de un dietario, etcétera, el lector encontrará siempre una constante obsesiva: el paso del tiempo, la caducidad del mundo, el ineluctable camino hacia la muerte. A la vez, sin embargo, y en los mismos o distintos fragmentos, hallará no sólo las defensas del escritor ante este hecho implacable, sino también la justificación del acto de escribir: escribir será, para Pla, la lucha contra el proceso demoledor del tiempo a través de la fijación de la palabra, es decir, iniciar diariamente -ya que en la vida de Josep Pla se convierte en cierta la máxima del nulla dies sine linea- el proceso histórico de construir la memoria, tanto la personal -en forma de dietarios o de narraciones más o menos autobiográficas- como la colectiva -en forma de periodismo, de biografías, de ensayos directamente escritos para la recuperación voluntaria de hechos, actitudes, movimientos estéticos o historia política.
Memoria contra el tiempo
Narrador nato, el supuestamente localista que es Pla ha escogido, sin embargo, para describir esta lucha de la memoria contra el tiempo, los más variados paisajes: Catalunya, ciertamente y en primer lugar. Pero también Francia, Italia, Inglaterra, la URSS, Estados Unidos, América Latina, etcétera. Y ¿por qué no9,Madrid. Su punto de vista, sin embargo, será siempre el personal, es decir, el subjetivo, el individual o, para precisar, el del individualista. De ahí quizá la acusación de una parte de la crítica -de la escasa crítica que ha tenido- contra su localismo: un payés del Ampurdán recorre el mundo e intenta dar una versión del mismo desde un punto de vista muy caracterizado, el del seny catalán, el de un hombre apegado a la tierra, un kulak, es decir, un pequeño propietario rural a quien sólo le interesa un paisaje abarcable desde la altura de una colina.
Tópico y error. El mismo Pla, que se reviste siempre irónicamente de esta caracterización, se traiciona al confesar que él no es más que «un rústico sofisticado por la cultura». Pero resulta que, a lo largo de esas 25.000 páginas, no puede esconder, aunque lo disimule, un bagaje cultural impresionante: sus lecturas y sus viajes. El lector atento descubre progresivamente que habría que invertir los términos de la definición y calificar a Pla como un lector impenitente, como un intelectual que se ha disfrazado del poco sofisticado atavío de payés. Una travesía extensa a lo largo de la obra de Pla descubre infinidad de citas literales, es decir, de sus lecturas manifiestas. Surgen así cerca de 150 autores, precedidos por el pelotón de los favoritos, de aquellos cuyas citas se repiten, aislada pero recurrentemente, a lo largo de esos millares de páginas, o sea, el grupo de escritores que configuran los gustos estéticos y la ideología básica de Josep Pla. Son, uno más uno menos, los siguientes: Dante, Leopardi, Goethe, Voltaire, Nietzsche, Rousseau, Montaigne Balzac, Sainte-Beuve, Stendhal, Spinoza y Pascal, además de sus contemporáneos Shaw, Unamuno, Proust, Barrés, Pirandello, Valéry y Gide, aparte, claro está, de los autores catalanes, como Maragall, D'Ors, Ruyra, Sagarra, Espríu, etcétera. Es decir, una formación de autodidacta -que se revela en la ausencia de los clásicos grecolatinos- humanista, con especial incidencia de los moralistas.
Este Pla, gran escritor, poseedor de un estilo muy personal, directo, ameno, sensual, coloreado y con una enorme capacidad de precisa adjetivación, se alza así, de pronto, frente al presunto lector que ha hecho la elección de esa media docena de libros o de toda su obra, como uno de los grandes prosistas contemporáneos: ¡qué más da que sea el primero de su país, de España, de Europa o del mundo! Importa, en cambio, acabar diciendo que esa confrontación entre el tiempo y la memoria pasa por una revalorización de la cotidianidad, del tejido diario que constituye la vida de los hombres. En esto y aquello estriba la grandeza y la universalidad de Josep Pla, a quien, entre la ignorancia y la malevolencia, sus contemporáneos -escasas excepciones aparte- no han sabido o querido valorar suficientemente.
, escritor, ensayista, antólogo y editor, en catalán y castellano, es autor, entre otros libros, de Josep Pla o la razón narrativa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.