En el limbo
Vuelve el cometa Halley, y el mundo se va a acabar. Emilio Romero coloca esa situación en una casa madrileña de vecinos emparejados: una prostituta «de postín» y un pianista de bar; unos usureros de derechas; un senador socialista y su mujer; una abuela beata con una nieta erótica. Se produce, por una parte, una situación límite, un borde de catástrofe de primera magnitud, un enfrentamiento de personajes con su propia muerte en un plazo inmediato, y con la de todos sus seres queridos; por otra, una comedieta de costumbres, con intención satírica y de crítica de la actualidad.No casan los dos elementos No casan los conflictos, los enredos, los diálogos, los enfrentamientos, con la trascendencia del momento. Hablan de Tejero, de Suárez, de Calvo Sotelo, de Felipe González, de Carrillo, de Blas Piñar; discuten sobre las dos vías del Partido Socialista, sobre los problemas de la democracia -siempre a escala muy reducida-, sobre los militares. Y sobre sus personales cuestiones sexuales.
La Chocholila o el fin del mundo es el jueves, de Emilio Romero
Intérpretes: Agata Lys, Tony Isbert, María Isbert, Alberto Bové, Manuel Zarzo,Margarita Calahorra, Carmen Vidal, Sara Mora, Andrés Isbert, Francisco Sánchez Grajera. Escenografía y vestuario de W. Burmann. Música Gualberto. Dirección de Manuel Manzanegue. Estreno: Espronceda 34, 18-IV-81.
El tema grande parece que impone respeto al autor y le impide llevar su obra hacia la comicidad descarada; el tema pequeño, la obsesión por la actualidad, por la política y el sexo en términos meramente domésticos, no le dejan irse al patetismo, a la meditación, a la trascendencia. Se queda a medio camino: en el limbo. No tiene consistencia. Incluso en las meras especulaciones sobre la actualidad no parece que el autor quiera tomar demasiado partido -el público ha de ser, o se pretende, amplio y diverso- y se, queda siempre, también, en el limbo. Este tipo de limbo, en el teatro, es la vulgaridad, la frase hecha, el tópico. Dicho de otra manera, los arquetipos; pero arquetipos vistos también con pequeñez, con sordidez literaria.
El tópico va desde la ideación de la situación general -la eterna idea del fin del mundo- hasta el desenlace en el que, como era de esperar, los seres con mayor apariencia de marginados: prostituta y pianista se salvan por su amor mutuo y su sinceridad, mientras los demás han mostrado su flaqueza y su sordidez y ya no podrán seguir viviendo (porque, claro, el cometa pasa de largo y la Tierra no se acaba).
Todo el primer acto está compuesto de cuadros de dos personajes, con la considerable pobreza de cuerpo teatral de este recurso; en el segundo hay un recurso incesante de entradas y salidas de escena para dar, también, comodidad de diálogos reducidos al autor; ha de culminar en una gran escena colectiva de confesión y desnudez moral, donde se revela la bajeza de todos al estilo de Priestley (Curva peligrosa, Ha llamado un inspector), sin salir, tampoco, de la pequeñez, de la falta de imaginación. Aun cuando el autor acuda a lo «fuerte» -un desnudo, una muerte en escena-, la vibración no existe. Ni se siente el alivio de que el cometa pase de largo. Todos los personajes salen de escena, excepto los redimidos, prostituta y pianista; ella canta una canción compuesta por él, y los dos se alejan lentamente mientras cae el telón.
Interpretación, dirección y escenografía están a tono con el texto. Tony Isbert se reincorpora al teatro y hace bien su papel, dentro de lo que el papel permite. Agata Lys está todavía en su aprendizaje; tiene una buena pronunciación del castellano que será importante en su carrera el día que consiga dar sentido a lo que dice y regular sus movimientos. Actores de antiguo oficio, como María Isbert, Alberto Bové, Manuel Zarzo o Margarita Calahorra acuden a él con provecho para salir adelante. Sara Mora parece, también, en un estadio de aprendizaje interesante. Manzaneque no tiene muchos recursos para mover los personajes ni para sacar más brillo del texto y de los actores. El decorado es francamente feo; Wolfgang Burmann no se ha distinguido en él ni en los trajes. La música de Gualberto no tiene interés.
El público (poco menos de medio teatro, lo cual es bantante en un domingo de Resurrección con la ciudad vacía de burgueses) aplaudió con frecuencia y rió en numerosas ocasiones.
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