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Humores de criadilla

Según pregonan las crónicas, el honor y la criadilla constituyen la porción más sólida del esqueleto anímico de ciertos españoles, españoles tan gritadores y poderosos que han logrado ampliar esas virtudes personales a las de todo un pueblo. Ante la trompetería de tan gordos vocablos, cualquier mente razonadora y sensible no tiene otra opción que lanzarse al suelo y permanecer besando las baldosas de granito en posición de decúbito prono, las posaderas al aire y los testículos debidamente escondidos de estacazos y miradas. Justamente mientras algunos españoles se hacían lenguas e hinchaban versos con el honor, mientras se ideaba el estentóreo y calderoniano sonajero del honor, un inglés empezaba ya a preguntarse qué era aquello y para que venía a servir: «¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué es esta palabra honor? Aire». Lo aseguraba Shakespeare en el Enrique IV.Luego, más tarde, cuando ya los vicios del honor habían ocasionado muchas sangres y millones de heridas entre los españoles, otro inglés inteligente llamado Aldous Huxley salía a definirlo del siguiente modo: «Antes la muerte que el deshonor. Pero el honor se parece a las faldas de las mujeres. Se lleva largo o corto, ancho o estrecho, con enaguas o sin bragas». Esta disponibilidad del sentimiento del honor, esta capacidad multiuso y su carácter aleatorio no sólo le ha permitido acomodarse a la voluntad de su idólatra de turno, sino que se dirige más en perjuicio del otro que en beneficio de su cultivador. De hecho, en el aforismo de que parte Huxley, aforismo perfectamente ibérico, debe leerse que es preferible la muerte del contrario a la mancilla del autoadquirido honor.

Que es patrimonio del alma, decían. Pero en la práctica se está demostrando que honor y valor son vulgares secreciones de la criadilla, puro zoospermo o, como lo calificaba un policía en un artículo de este mismo periódico, con vigoroso neologismo: mera testiculina. En realidad, el honor ha solido ser una excusa esgrimida para aniquilar la dignidad, la verdad o la vida del otro. Si en muchos casos el patriotismo ha sido el refugio de los canallas. conforme intuyó el doctor Johnson, también a partir de una deducción empírica, el honor a la española, versión grandilocuente y aristocrática de la honra villana, ha demostrado en los siglos que era poco más que chorreo de los dídimos. Porque de la dignidad no suele hablarse.

Si otros pueblos dotaban a sus soberanos de corazones de león, almas de tigre o caracteres de hierro, aquí nos hemos pasado los años comparando a los prójimos con el caballo de Espartero, es decir, estableciendo una comparación errónea entre coraje y volumen testicular, que explica muchas de las manifestaciones históricas de nuestras gentes.

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Ahora también el humor sale del mismo sitio, porque al fin y al cabo humores son los que han brotado de esas bolas hasta anegar nuestras discutibles glorias. Si los chistes que Franco engendró, incluso en sus peores años, eran por lo general tan buenos que hasta el dictador pedía a sus contertulios que se los repitiesen; si la izquierda vencida y enemiga logró un cierto humor flotante por sobre toda aquella sombría tristeza y pocas veces caía en lo escatológico, lo biológico y lo degenerado, diríase que la superderecha también es incapaz de elaborar una antología medianamente soportable de la gracia. Sabíamos que difícilmente había logrado una literatura mediocre, una pintura visible y una música soportable (pues los himnos son gritos más o menos bien acompasados, no música), pero nunca como ahora puede observarse que su sentido del humor es más bien deleznable y grotesco.

Hasta el momento hemos escuchado una larga docena de chascarrillos en torno a la portentosa hazaña del teniente coronel Tejero y sus hombres. Hasta el momento, ni una de esas aproximaciones que en teoría deberían destilar una cierta realidad, ser minúscula flor de la inteligencia, relámpago de la sensibilidad, ni una sola ha eludido la falsedad de la criadilla.

No es que se distorsione una realidad, que se disparate en la hipérbole o el retruécano. Sencillamente, se falsean los hechos. ¿Deliberadamente? Tal vez. Para convertir en héroe al protagonista, para intentar que su ejemplo arrastre, nada mejor que esa penosa confusión a base de los colgajos masculinos. Conforme a la seudohumorística interpretación de los hechos, realmente vomitiva, y desde luego freudiana, en aquel lugar sólo ocurrió un hecho de honor y de coraje. Puro huevo. El señor de la pistola, acompañado de casi tres centenares de hombres bien armados y sin miedo a la quietud del gatillo -«esto se mueve, esto se mueve»-, fue un tipo valiente manteniendo por los suelos a cuatrocientas personas desarmadas, indefensas y, en su mayoría, de cierta edad. Puro huevo. Y dio al mundo una muestra de valentía queriendo zancadillear, pistola en mano, a un hombre de casi setenta años, frágil y sin más armas que la honesta mirada de sus ojos. Como el mozo de ETA que asesina por la espalda. El peor capón del harén de eunucos podría haber conseguido lo mismo.

Bien. Pues a eso es a lo que los nuevos humoristas llaman tenerlos como el caballo de Santiago en los obscenos y mierdosos chistes que ahora nos rondan por todas partes, chistes queipistas y chabacanos que los delatan. A esto le llaman echarle valor a la vida, y se ponen a sus órdenes en las paredes, honor y valor, una catarata de audacia, de gallardía y de heroicidad directamente manada de los santísimos compañones. Un humor de perros, vive Dios, y que los perros perdonen el insulto.

Doce pares, y cuadrados y bien puestos, hacen falta para aterrorizar, derrotar y humillar a quien no puede defenderse, desde luego. Pero la entraña humorística de la mentira, que no hace reír a un mulo muerto, se expande, engorda y pare trillizos cada hora, dándole a la macabra escenografía una justificación posible de virilidad machista, un perdoncillo bienintencionado, una explicación metafísica y hormonal. El terror azucarado, que ha dejado en las gargantas de los españoles el sabor de la bilis del diablo; la sombra de los tricornios adornada con esos zopencos disparates; la metralla envuelta en el algodón de la sonrisa cínica no son sino gratuitas y zafias propagandas de un producto en cuyas adulteraciones no hace falta insistir. No hay aquí compasión, ironía, metáfora, imaginación, ni siquiera sarcasmo y odio. Hay una equivocación gigantesca, insidiosa y macabra, una falsificación desoladora y obtusa, un raquitismo espiritual que bordea la oligofrenia. Aquellos señores armados y expertos en lo suyo frente a otros hombres indefensos y dignos... Acongojados, con los congojos en la tráquea... Puro huevo. ¿Osadía y coraje? ¿Valor? ¿Honor? Eso fue todo. Y sacar de allí conclusiones genitales, edificar priápicos monumentos a la criadilla y al honor es de verdad para morirse de risa. Para morirse bien muertos y para siempre.

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