¿Por qué es progresista el proyecto de ley de Autonomía Universitaria? / y 3
El grado medio en España corresponde a quienes han acreditado ya, mediante un doctorado, y normalmente mediante trabajos o pruebas de habilitación adicionales, una primera aptitud científica y creadora, que permite calificarles para la docencia ordinaria. Sin embargo, el grado final, en cualquier país universitariamente maduro, el grado que supone el reconocimiento de una capacidad segura para dirigir un equipo de trabajo científico y universitario, el grado que supone un reconocimiento definitivo del especial y difícil hábito científico, definitivamente incorporado a la propia personalidad, lo que suele llamarse el profesorado ordinario (y, entre nosotros, con un término tradicional y quizá escasamente simpático, catedrático), que en todas partes es permanente o con tenure, como es lo común de toda cualificación profesional definitiva, no se otorga sino al final de un largo curriculum, tras haber pasado y superado todos los grados previos.Esta graduación no es un capricho en la distribución de privilegios, un reparto convencional de papeles; es algo ínsito y consustancial a la peculiaridad de la profesión científica, que tiene difícil analogía con las demás profesiones.
Pues bien, la famosa LAU hace tabla rasa de todo esto. Llama profesores a todos, los identifica a todos en sus posiciones y posibilidades, incluso dispensa sorprendentemente al grado medio de los hoy profesores adjuntos de la exigencia mínima del doctorado, y, en fin, los hace a todos igualmente permanentes, sean ingresados por pruebas objetivas y generales (por cierto, «sin limitación de plazas», Io que permite asegurar ya que no serán tan objetivas), sean designados «a dedo» mediante contratos, con sólo producirse una sola renovación al término de cuatro años, renovación que cualquiera que conozca un poco el ambiente universitario puede asegurar desde ahora que no se denegará ni en el 1% de los casos por razón de capacidad, y mucho más si es el propio colectivo de interesados el que va a decidirlo, como es el caso. Parece que el camino crítico ha dado una extraña vuelta completa: de la impugnación de las «cátedras vitalicias» se ha arribado, sin perder la ira, al campo feliz de «todos vitalicios»,
¿A dónde puede llegar todo eso? Es fácil imaginarlo, porque además ese mismo modelo existe ya, podemos verlo desde ahora; es el modelo de las universidades hispanoamericanas, rara vez centros de ciencia y de investigación, y que se limitan a impartir diplomas profesionales. Es una universidad puramente dispensadora de títulos, en la que la ciencia se ha evaporado. Yo recuerdo el asombro que me producía en algunos países hispanoamericanos saber que había cuarenta y cincuenta profesores de una misma disciplina (de la mía, por ejemplo) en una sola facultad, profesores que además no se conocían siquiera entre ellos, porque faltaba la tarea común científica, que es la que se escribe con nombres propios y con escuelas (del mismo modo que será raro que se conozcan, como no sea por razones ocasionales, los profesores de los grados primario y medio de la misma materia, todos limitados a dar sus clases). Todos los profesores eran, en efecto, iguales, todos eran permanentes, todos se limitaban a la simple docencia a corto plazo degradada y necesitada de injertos exterioresperiódicos procedentes de las escuelas extranjeras creadoras para poder seguir la ciencia y la técnica del día.
Cualquier universitario avezado, y más si tiene experiencia de centros extranjeros, sabe que es este el modelo que se está diseñando en la LAU. Yo no digo, lejos de mi ánimo, que todos los catedráticos sean maestros acreditados, que las pruebas que los seleccionan sean las más apropiadas; pero sí digo que toda crítica que parta de esas imperfecciones para destruir sin más la estructura gradualizada de la carrera, docente, destruye paralelamente a la universidad y no la encarrila en una vía de progreso -sea cualquiera el calificativo con que la medida se presente-. Digo también que esa medida degradará fatalmente, en términos sumamente graves, el nivel científico de nuestras universidades, que, contra lo que a veces se a firma, no es hoy inferior (con sus obvias excepciones) al de hace treinta años o al de hace cincuenta o setenta, sino en mejora lenta pero quizá progresiva.
Por otra parte, el cuidado por estabilizar a los grados inferiores (que es cierto que hoy están llevando en buena parte el esfuerzo de la docencia en la absurda universidad de masas en que nos hemos metido sin demasiada reflexión), va a bloquear el acceso a la carrera universitaria -y, por tanto, a la posibilidad misma de la ciencia en este país- a generaciones y generaciones de estudiantes durante largos años, lo cual es suicida para nuestra sociedad.
Y aquí retornamos al tema de la estructura de los órganos de gobierno. Es definitivamente absurdo, y no encuentra no ya un paralelo, sino ni siquiera una analogía lejana con ninguna de las universidades del mundo desarrollado del Oeste o del Este, el entregar la totalidad del gobierno universitario, gobierno reforzado además por el postulado de la autonomía (que se ha entendido como autonomía de centros y no de la comunidad universitaria en su conjunto), al predominio de los grados iniciales del personal universitario, más a una participación decisiva del alumnado. Esto último es ya una moda dejada atrás en todo el mundo (en Francia acaba de reducirse al 10% su participación, tras la esperanza que en la fórmula se abrió con la ley Faure que siguió a mayo de 1968), por razones que parece un poco ocioso repasar, si recordamos lo que antes hemos dicho sobre la peculiaridad de la ciencia y de la docencia universitarias. Pero basta una razón por sí sola decisiva, el total desinterés de los alumnos (salvo de las minorías extremistas ultrapolitizadas, que claramente pretenden sólo instrumentalizar los resortes de poder que conquisten por esa vía), para asumir esa función. Un dato: en nuestra facultad de Derecho (que es quizá la que tiene más alumnos de todo el mundo: ¡17.000!) se organizó el curso pasado una elección para designar representantes del alumnado en los órganos de gobierno y se exigió un quórum de votación absolutamente exiguo, el de 15%, ¡pues no se alcanzó!, se hizo una segunda vuelta rebajando ese porcentaje al 10%, ¡y tampoco se alcanzó! ¿Cree alguien seriamente que el asambleísmo universitario, o esa autogestión estudiantil entrevista y nunca concretada, son las fórmulas razonables de gobierno universitario en este duro final del siglo XX, y más aún en universidades masificadas como las nuestras?
Me asusta pensar que haya quien especule con que los males que pueden advenir a esa universidad oficial así configurada y tratada podrán ser excluidos con la otra fórmula alternativa, la de las universidades privadas, no sujetas a tales cargas. Sería grave, ciertamente, que para huir de un mal haya que acudir a otro acaso no menor, por razones en definitiva no muy distintas (la reducción de la universidad a la docencia y a una docencia ideológicamente «orientada», lo cual puede tener justificación en las enseñanzas no universitarias, pero escasamente en éstas), más las que suponen la partición de los intelectuales del país y de la gran masa estudiantil en universidades de izquierdas y de derechas.
Todo lo que he expuesto me parece que es bastante común, y me parece también que es la opinión compartida en los medios universitarios. Mucho más podría decirse (especialmente, quizá, sobre el gravísimo peligro del localismo que el proyecto parece estimular, en perjuicio de la universidad y de la libertad de la ciencia, y en beneficio de los pequeños catipunes locales, políticos y familiares), pero me parece suficiente.
Mi ruego final va a todos los partidos y al Gobierno, pasando por encima de compromisos y posiciones concretas: por favor, retiren ese desgraciado proyecto; ocúpense de la universidad, que lo necesita apremiantemente, en efecto, pero no lo hagan destruyendo su ya pobre realidad. No hay progresismo posible si así no se hace.
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