Ron Carter ofreció en Madrid un concierto sin grandes sorpresas
La figura alta, espigada y elegante de Ron Carter abrazaba su celo encima del escenario del teatro/cine Salamanca. Era el pasado martes y el patio de butacas se mostraba ligeramente clareado. La fuerza del nombre no pareció ser suficiente para arrastrar a las masas hacia lo que se preveía como uno de los grandes conciertos en esta primera fase de la temporada jazzística madrileña. Pero no fue grande. Simplemente fue bonito.
Quien más quien menos esperaba escuchar el contrabajo maravilloso de un hombre con una técnica colosal y una historia gloriosa sobre sus espaldas. También había curiosidad y cierta expectativa por verle con el piccolo (bajo, no flauta), instrumento que poquísimas veces puede ser escuchado sobre un escenario. Pero no hubo nada de eso. Ron Carter comenzó con el violonchelo y ese fue el instrumento solista a lo largo de la noche. Una noche que le contempló haciendo alardes no sólo de técnica, sino también de sensibilidad, aunque ésta apareciera únicamente en ocasiones verdaderamente antológicas.Porque allí hubo de todo. Estándares conocidos que repentinamente adoptaban acentos de rock, españoladas con castañuelas, que cualquiera hubiera identificado con un Falla manipulado, bosanovas que en cualquier momento podían perder su ritmo y su acento para a continuación recuperarlo, parrafadas seudoclásicas que hacían presagiar el Bolero de Ravel...
Más que una actuación profunda, aquello parecía un paseo por la música, una agradable muestra de jazz para todos los gustos, que un virtuoso con ideas y un instrumento poco habitual iba desgranando sobre las cabezas de un público que lo mismo pedía marcha que emitía rugidos guturales de puro placer.
Estuvo bien verle rasguear el celo, estubo bien su ternura con el arco, estuvieron bien sus punteos con la mano izquierda y sobre el mástil, mientras la derecha marcaba el ritmo tan guapamente. Todo eso estuvo bien. Pero no era lo que esperábamos. Esperábamos intensidad, enjundia, chicha, carne y sangre de jazz, de música. Y eso, no lo hubo.
El grupo, por otra parte, se limitaba a secundar la excursión. Al bajo Leon Maleson se le intuía más que se le escuchaba, hecho éste que dependía no del técnico de sonido, sino de las instrucciones del mismo Carter. El batería Wilby Fletcher era un joven competente que parecía recién salido de las aulas de la Berkeley School of Music: corrección sin genialidad, recursos sin grandes dosis de brillantez. Algo parecido a lo que ocurría con Ted Lo, un pianista cercano muy lineal, cuyos solos y armonías resultaban perfectamente previsibles y, por tanto, poco excitantes. En este entorno parte de la gente suspiraba complacida, otra gritaba por una repetición y otra (o la misma) comentaba por lo bajo que no había sido para tanto. Una lástima, pero es que dentro del jazz también hay de todo. Conciertos emocionantes, repulsivos y normales. Ron Carter nos ofreció uno de estos últimos. Otro día más.
Babelia
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