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Una movilización para la defensa de la democracia

Uno de los datos más preocupantes -al menos para mí- puestos de manifiesto a raíz del intento golpista del 23 y 24 de febrero es la actitud de una buena parte de la población ante el hecho ocurrido. Y no ya por parte de un sector «privilegiado» de la sociedad -los clásicos ultras-, sino por amplias capas de nuestra sociedad -pequeña burguesía, incluso trabajadores- que han visto con inconcebibles simpatías una «alternativa» de tal índole. La, en cierto modo, mitologización de Tejero a través de chistes de pésimo gusto, la justificación de su acción y, lo que es más grave, la simple predisposición a juzgar una rebelión contra el orden instituciortal como posible salida a una situación difícil, demuestra tales síntomas de subdesarrollo político, de inmadurez y hasta deformación de la conciencia ciudadana que es para seriamente alarmarse. Pienso que lo más preocupante de la situación creada es esta comprobación del grado de incultura política que, desgraciadamente, abunda demasiado entre nosotros. Que a estas alturas persista una derecha montaraz y hasta cavernícola ya es de por sí motivo de lamentación, por mucho que haya sido una constante histórica de nuestro país; pero que encuentre eco en una no despreciable parte de la población es para sentire profundamente desalentados. Tendríamos que aceptar, con todas sus consecuencias, que, desgraciadamente, pertenecemos al Tercer Mundo.La primera consecuencia que habría de extraerse de esta constatación es que se impone una necesaria tarea de culturalización de nuestra sociedad. Que no basta con erradicar el terrorismo o imponer medidas disciplinarias, con ser ello importante; que no se trata sólo de conseguir una mayor eficacia en los servicios de la Seguridad del Estado para actuar mejor en uno u otro sentido, pese a ser imprescindible. Hay un nivel de fondo, subyacente a todo esto, que radica en la baja concienciación cívica, ciudadana, política, que respecto a los modos de afrontar la res pública existe entre nosotros. Es decir, nos falta esa elemental cultura política que exige internalizar, hacer nuestras y respetar unas mínimas reglas de juego en nuestro comportamiento público. Y si esto falla, de nada sirve lo demás. De aquí la importancia que, a mi modo de ver, tiene el manifiesto publicado por un grupo de intelectuales y artistas (EL PAÍS, 25 de marzo de 1981) cuando en él se afirma que «la

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convivencia en democracia y libertad es el marco adecuado para la resolución de los complejo problemas de nuestra moderno sociedad». Porque en tanto no se comprenda así por todos y cada uno de los españoles, siempre existirá un caldo de cultivo propicio para que, ante cualquier dificultado contratiempo, surja la tentación de solucionarlos por la vía expeditiva y fácil de la violencia, de romper los cauces, de violar la Constitución establecida. Un modo de eludir los problemas, huir hacia adelante, no afrontarlo en su tremenda realidad actual.

Hay algo que es fundamental y primario para que sea posible la convivencia social y política: el respeto a las reglas de juego. Si no se aceptan unos muy elementales cauces -mínimos para entendernos-, como puede ser la Constitución, y cada cual encuentra autojustifícación suficiente para saltársela o romperla, indudablemente que será imposible una convivencia racional y civilizada. Y esto es lo que históricamente nos viene fallando a los españoles. Casi al final del siglo XX aún no hemos encontrado un consenso unánime en la forma de racionalizar nuestra convivencia política. Por lo que nos encontramos, de trecho en trecho, con inopinados sobresaltos, cuando no transgresiones impuestas que duran muchos años.

Y esto es lo que hay que divulgar, difundir, hacer comprender a todos los sectores de nuestra sociedad: hasta ahora está demostrado históricamente -y llevamos muchos siglos de experíencia- que la democracia es el mejor método para resolver racionalmente los problemas de cualquier sociedad. Por el contrario, y merece la pena repetirlo -manifiesto citado-, «la trágica experiencia de España contemporánea -análoga a la sufrida por otros países que perdieron violentamente la libertad- demuestra que la destrucción por la fuerza de las armas de las instituciones que el pueblo se ha dado libremente implica derramamientos de sangre de alcance imprevisible, situaciones de violencia y terror institucional, el retraso, cuando no el colapso, de la actividad económica; el anquilosamiento y parálisis de actividad cultural y el aislamiento internacional, y abre hondas heridas en la convivencia de los pueblos de España y sus ciudadanos». Lo cual debemos todos tenerlo muy claro.

La responsabilidad de los intelectuales en esta hora de España es, pues, muy grande. Durante algún tiempo se ha podido estar «desencantados» y no mostrarse conformes en cómo se desarrollaba la democracia. Ahora ha llegado el momento de que, pese a sus imperfecciones, se luche denonadamente por ella. Porque el verdadero camino consiste precisamente en tratar de perfeccionarla y no abolirla. La democracia no es algo establecido de una vez y para siempre, no es algo que pueda un día considerarse como absolutamente conseguido. La democracia es un proceso, un largo caminar hacia adelante.A la democracia formal, electoral, representativa, parlamentaria, debe seguir una democracia cada día más real y participativa. En la democracia hay que ir profundizando, para que no se reduzca a una «igualdad ante la ley», sino que se convierta en todo un conjunto de posibilidades concretas. A la libertad de poseer y hablar habrá de agregarse un día la libertad de ser. De toda esta trayectoria por desarrollar no debemos desprendernos. Pero hay un orden de prioridades que hay que cumplir, una serie de etapas que hay que cubrir, y aquí, entre nosotros, en España estamos todavía en la consolidación de la primera fase: la democracia formal. En la libertad de unas «reglas de juego» para empezar.

La gran tarea y la gran responsabilidad de los intelectuales es pañoles de hoy -y, por supuesto, de los medios de comunicación social- es la de concienciar al pueblo español, hasta en sus últimos reductos, de dos ideas muy simples que deben quedar firmemente asentadas en nuestra mente: una, la primera, que la democracia formal es el único camino racional de ir resolviendo los problemas de nuestra convivencia, y otra, la segunda, que no existe una «solución golpista» de los mismos, sino, con toda evidencia, regresión al origen que los hizo difíciles. Estas dos verdades elementales debemos propagarlas difundirlas, hacerlas cuerpo de nuestras más firmes convicciones comunes, cada Cual en su medio, su club, su trabajo, sus amigos. El objeto es aislar a los golpistas de su actual arrogancia suicida. La finalidad es contribuir modestamente, con un átomo de racionalidad indispensable, a que un día nos podamos encarar de frente -lo que sólo puede hacerse democráticamente a nuestra grave realidad de hoy.

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