El arte de dar gato por liebre
Las declaraciones hechas por Felipe González en París (véase EL PAIS del 20 de marzo de 1981, página 12/Nacional) afirmando que «nadie puede, entender lo del golpe militar en España» son de mal augurio- para la democracia en nuestro país y me llevan a invocar con muchos de mis compatriotas: ¡Qué, Dios nos coja confesados! De nada sirvió por lo visto el fogonazo alarmante que constituyó la operación Galaxia. De nada sirve la memoria histórica y resulta una vez más cierto aquello de que «consuelo de muchos, consuelo de tontos», cuando Gobierno y oposición coinciden en afirmar que la realidad histórica de nuestra España de hoy no es. la de 1932 (sanjurjada) ni tampoco la del Chile de 1973 (tancazo de junio de dicho año).Esa obstinada política del avestruz, ese insensato optimismo falaz de considerar que, con la muerte del dictador, todos entrábamos con pie seguro en una -abstracción onírica llamada democracia, ese afán pueril y cegato de querer con vencerse, y convencer, a tirios y troyanos, dentro y fuera de España, que aquí no había pasado nada, que el franquismo no había sido más que una pesadilla alucinante, que la sufrida piel de toro ibérica era, por arte de birlibirloque, la República ideal de Platón, todo eso, sumado al continuismo de los sucesivos Gobiernos Suárez, en mi opinión, nefastos para la nación, todo eso ha convertido a España en un país de sordos y de ciegos, de parados (por el número de desempleados y el infinitamente mayor de desmovilizados y desencantados) y de resignados.
Resignados, he aquí lo que ha sucedido. Resignado Felipe González, resignados líderes de la resistencia y la oposición a la dictadura, acatando la continuidad franquista, esmerándose con los franquistas de la víspera, de hoy y de mañana, en que Í todo siguiera igual: aparato del Estado, administración del Estado, administración de la justicia, policía, estamentos y cuerpos intermedios, instituciones y castas. Y empeña dos en corear esa política nefasta y peligrosa de fomento de las autonomías para dar una vez más gato por liebre y demostrar que algo al menos cambiaba. Obcecados en denunciar la tutela de unos poderes fácticos que servían de pretexto a la oligarquía y a sus servidores para que, efectivamente, nada cambiara en profundidad, pero ignorando que era precisamente por ahí por donde podrían venir los coletazos que harían zozobrar la nave del Estado.
Es de extrañar que, a raíz del fallido golpe de Estado del 23 de febrero, ninguno de los analistas del suceso se haya detenido a examinar la causalidad subyacente entre esa intentona seria y hondamente preparada de subvertir el orden constitucional y la política de Adolfo Suárez en materia autonómica. La voluntad supuestamente progresista del presidente Suárez apuntó, carente de todo designio político bien estudiado, a reactivarlos estatutos de autonomía de Cataluña, País Vasco y Galicia.
No hubo en esa improvisación nada de estructurado y la política seguida brilla todavía hoy por su improvisación, su astucia irrelevante y su zafiedad oportunista. Pero esa improvisación se se propuso una primera meta: desajojar a la izquierda de sus posiciones y defenestrarla del poder. Suárez decidió epidérmicamente que prefería una España rota a una España roja. Desenterró, primero, a un viejo cadáver del exilio y le dio bula para que se convirtiera en honorable, saltando alegremente por encima del cuerpo vivo del sufragio universal, de la soberanía popular. Era lógico que Suárez, una vez lograda la operación Tarradellas, se volcara en encontrarle un sucesor en la persona de un banquero, pues difícilmente podría convencérsele a él, puro producto del régimen franquista y hombre cuya carrera se hizo en el seno del Movimiento, de que un banquero que medré a la sombra del «régimen» no, sería mejor interlocutor que uno de esos aborrecidos socialistas a quienes cárceles, cuando no muerte, habían dado las Españas. Del mismo modo, sería defenestrado en el País Vasco el, partido socialista, ganador de las elecciones del 15 de junio de 1977. En esta circunstancia no se trajo al lendakari Leizaola, por desconfiar de su rectilínea actitud, y el resultado bien a la vista está.
Ahora bien, paralelamente a esa política miope y centrípeta con respecto a las dos autonomías históricas por excelencia, y para paliar el malestar de los poderes fácticos, no se le ocurrió al político de Cebreros nada más agudo que" para intentar diluir el alcance de la operación autonómica, sumir a toda la nación española en un nuevo reino de taifas. ¿Pretendió juzgar tan obtusamente a los generales como para pensar seriamente que podría dárseles también a ellos gato por liebre y que cerrarían los ojos ante lo que se cedía en Cataluña y el País Vasco, a la vista de lo que iba a prepararse en Valencia, Andalucía, Extremadura, Castilla-León y Castilla-La Mancha, Murcia, Canarias y hasta Segovia.
No, compañero Felipe González, el fallido golpe de Estado no se explica porque cierto sector del Ejército español «quiso aprovechar la supuesta actitud dura de la nueva Administración norteamericana». Cuando se fraguó la intentona precedente -la operación Galaxia- reina Carter en los USA. Y, es más que probable que lo del 23 de febrero se gestara bastante antes de que nadie pensase seriamente en la irresistible ascensión del antiguo vaquero.
Inoperancia
La génesis de las diversas intentonas desestabilizadoras está en la inoperancia política de los sucesivos Gobiernos Suárez. A la que no han sido obstáculo los partidos de la oposición más. preocupados por «descafeinarse» y defender una política de componendas, compartiendo parcelas del poder con sus adversarios, que en trazar una línea rigurosa de actuación, desmarcándose claramente de su oponente y presentando una alternativa moderna y nacional de gobierno. Cinco años y tres meses separaron el 14 de abril de 1931 del 18 de julio de 1936, y también el 20 de noviembre de 1975 del 23 de febrero de 198 1. En cinco años y tres meses pueden hacerse y lograrse muchas cosas: desmantelar el aparato fascista del Estado, sanear la Administración, acabar con las corrupciones, marginar a los corruptores, crear una Administración democrática de la justicia, expurgar a la policía de los elementos viciados que la deshonran, llevar la esperanza al corazón de los hombres de buena voluntad y no permitir que el nombre de España sea pronunciado en vano. Y que no se diga que cinco años es un lapso de tiempo demasiado breve, puesto que es el tiempo normal de que disponen la mayor parte de los jefes de Estado y de Gobierno de los países democráticos para ejercer su mandato. Lo que ha faltado en España no ha sido el tiempo, sino la voluntad de construir un Estado democrático. (No he olvidado, por supuesto, entre las reformas necesarias, la del Ejército, que ha sido, como nadie ignora, el instrumento en que se asentó el poder del dictador, pero yo insistiría más en las carencias de los políticos y en la importancia de acabar de una vez -aunque sea de manera gradual- con las injusticias sociales y económicas, con el poder de las castas, los estamentos y las instituciones financieras heredadas del pasado y cuyos beneficiarios hostigan y azuzan sin desamparar a las Fuerzas Armadas para que se conviertan en los guardas jurados de sus cotos de caza y de sus patentes de corso.)
Nada espero del Gobierno actual. Entre otras cosas, porque quienes lo ejercen no tienen la fuerza moral de meter mano (y perdóneseme la expresión) a quienes ayer -y seguramente aún hoy- fueron sus compañeros de Cortes franquistas y de tantas otras cosas. Y ello me lleva a sentirme, lógicamente, pesimista. Al pueblo español le falta la esperanza y el Gobierno que se merece.
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