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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Ejército, en la lucha contra el terrorismo

TRANSCURRIDO UN mes desde el golpe de Estado frustrado, las provocaciones criminales de ETA no sólo han desplazado parcialmente la atención de la opinión pública desde los sediciosos hacia los terroristas, sino que además han dado motivo al Gobierno para ordenar la colaboración de las fuerzas armadas con las de seguridad del Estado en tareas antiterroristas. No faltan, sin embargo, opiniones que consideran controvertida esa decisión, que si responde a un estado emocional lógico del que participa la inmensa mayoría de los españoles, irritados ante la brutalidad sangrienta y alocada de ETA, no ha sido, sin embargo, suficientemente explicada o concretada. La Guardia Civil y la Policía Nacional, cuyos jefes y oficiales proceden en gran parte de las academias militares, están integradas por números y miembros preparados especialmente para el mantenimiento del orden público y vinculados profesionalrnente a esos cuerpos. La decisión de encomendar a las Fuerzas Armadas misiones de colaboración con los cuerpos de seguridad del Estado en la vigilancia de costas y fronteras y en la custodia de aero puertos y centros de producción militar puede, desde luego, descargar de trabaja a las Fuerzas de Orden Público; pero hay que evitar que se siente un peligroso precedente y que se abran las puertas a una utilización del Ejército para tareas policiales de control o de presencia en las calles que pudieran resultar contraproducentes. Muchos jefes y oficiales de las Fuerzas Armadas convocación para la difícil y delicada tarea de mantener el orden público tienen ya sus destinos en la Guardia Civil y en la Policía Nacional. En ese sentido, no se puede decir, sin incurrir en error, que constituya una novedad la participación en esas misiones de la oficialidad del Ejército, a las que ha contribuido asumiendo los puestos de mando en esas dos fuerzas de seguridad. Puede interpretarse que lo específicamente original de la medida gubernamental, cuyos detalles se ignoran, es la utilización eventual de los soldados del reemplazo que cumplen con el servicio militar obligatorio para cubrir tareas hasta ahora enco mendadas a guardias y policías profesionales con expe ríencia, dedicación y preparación. Ciertamente, no cabe descartar, en teoría, la posibilidad de que unidades de soldados profesionales -como las Compañías de Operaciones Especiales (COES) o los paracaidistas- sean movilízadas para esa colaboración. Pero en tal caso habría que demostrar que existe la adecuada proporcionalidad entre los objetivos propuestos y el carácter superespecializado de esas unidades de intervención inmediata.

Así pues, no se termina de ver clara la utilidad propiamente funcional de la medida, mie.ntras que resultan patentes otros aspectos criticables de la decisión. La dirección única de lucha contra el terrorismo integrada en el Ministerio del Interior es una figura jurídico-administrativa de perfiles borrosos y de catalogación difícil. La coordinación de los servicios de información, de forma tal que ninguno de ellos convirtiera los datos que almacena en un secreto patrimonial y que todos alimentaran el cauce común de los intereses del Estado, sería una medida necesaria en sí misrna, pero independiente del resto de los acuerdos hechos públicos. Todo ello sin olvidar el hecho de que los servicios de información militar no detectaron el golpe del 23 de febrero.

Por otra parte, la utilización de ejemplos de decisiones similares en el extranjero, como Irlanda del Norte, debe ser cautelosa. El paralelismo entre el caso irlandés y el caso vasco resulta improcedente, ya que la intervención del Ejército británico en Irlanda del Norte se debe a la inexistencia en el Reino Unido de fuerzas de orden público como la Guardia Civil española. Puestos a establecer analogías, Leopoldo Calvo Sotelo y sus ministros podrían repasar la historia contemporánea de Uruguay en los años precedentes al actual régimen, aunque sólo sea para evitar que las semejanzas formales envalentonen a quienes desearían que esos superficiales parecidos tam bien alcanzaran a los contenidos.

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La experiencia acumulada por el general Sáenz de Santamaría como delegado en el País Vasco debe ser además tenida en cuenta y valorada en lo que merece a la hora de juzgar la oportunidad de la decisión. Pero no se trata tan sólo de que la médida que comentamos sea de dudosa eficacia, que incluso pudiera resultar contraproducente, tanto en lo que se refiere a la sensibilización negativa de la opinión pública vasca como en lo que respecta a los eventuales errores en los despliegues operativos. Más grave es el riesgo de que tal decisión introduzca al poder civil y a las Fuerzas Armadas en una de ésas «situaciones que no tienen salida o que pueden conducir a verdaderas tragedias», a las que aludió el Rey en su clarividente discurso de ayer a los consejos superiores de los tres Ejércitos.

Es de todos conocida la convergencia objetiva de los extremistas de derecha y de izquierda en el propósito de lograr una ocupación militar del País Vasco. Golpistas y terroristas coinciden en su voluntad de transformar el bandidaje político y las medidas de policía precisas para combatirlo en un fenómeno social distinto. ETA necesita un despliegue militar para revestir sús crímenes con la retórica de la guerra revolucionaria y para ampliar sus bases -de sostén gracias a la espiral acción-represión-acción y a los eventuales excesos sobre la población civil de una lucha indiscriminada contra los terroristas. A su vez, la ultraderecha contempla la hipótesis de una interven ción militar en el País Vasco como el primer peldaño en su escalada contra las libertades, las autoiromías, las instituciones democráticas y la propia Monarquía. A esas dos minorías exasperadas les une no sólo el odio recíproco, sino también la aversión hacia las soluciones políticas, la voluntad popular, el poder civil, las libertades y el sistema pluralista.

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