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Tribuna:
Tribuna
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A las armas, con las armas

Cada uno con las suyas. Ellos con los tanques y las metralletas, nosotros con la crítica, la participación popular, la esperanza colectiva. Desde ahora mismo. No son momentos de morosidad y congratulaciones, sino de vigilancia y de acción. Porque el golpe lo hemos dado todos. No unos guardias civiles amotinados y unos generales sediciosos, todos. Hemos de decírnoslo a la cara: todos somos golpistas. Ellos por haber empuñado sus armas, nosotros por haber desempuñado las nuestras. Pues la historia de los últimos cinco años de la vida española es, antes que nada, la histoia de una deserción: la de los demócratas. Por ello, esta reflexión personal que se quiere autocrítica colectiva, es, sobre todo, convocatoria a la resistencia democrática al franquismo. Del que -por fin lo vemos- no hemos salido todavía.Volvamos atrás. En 1976 la crisis económica señorea el mundo, se congelan los procesos de cambio, las ideologías hacen agua por todas partes, el marxismo es sinónimo de gulag, se dice libertad y las gentes oyen manipulación, las utopías se han quedado sin cielo, los partidos sin militantes, la política es sólo escarnio, lo colectivo suena a opresión, lo público a engañabobos, la huida hacia lo privado parece incontenible, los miedos del «no me compliques la vida», las vilezas del primum vivere vuelven a tener circulación generalizada. Son tiempos de negrura, de desesperanza.

España es una excepción. Treinta y siete años de dictadura y una intensa transformación social han represado un cúmulo de energías colectivas, han puesto en pie una masa de expectativas, que pugnan por realizarse y que, a pesar de la crisis y de la situación mundial, quieren encontrar en lo público y, más precisamente, en la democracia, el horizonte de su posible cumplimiento. Por lo que la disponibilidad política de los españoles es, en esos tiempos - 1973-1976-, muy alta y el inventario de sus luchas y acciones impresionante. La España real está en marcha.

Pero los hombres de la democracia dilapidamos en pocos meses este capital colectivo. Antes de que acabe el año habremos cedido la iniciativa del cambio político a los herederos del franquismo, dejando que se alcen, con nuestro aval y garantía, en protagonistas de un proceso que tenía, justamente, como objetivo el sustituirlos a ellos y a su régimen. Desde entonces, los demócratas, convertidos en comparsas de una acción que se nos escapa, sólo podemos asistir y asentir a esa paradójica ceremonia de autolegitimación democrática de los autócratas, que reclama que se oculten los pasados, que se cancele la historia, que se uniformicen los futuros y que, aparte de desposeernos de nuestra específica legitimidad democrática, confundirá al país y producirá perplejidad y desconcierto.

Todo ello, sin embargo, no podía hacerse sin licencia del pueblo. Licencia que postulaba su licenciamiento. Ya en marzo de ese mismo año 1976, la Plataforma para su acuerdo y unión con la Junta pide que se renuncie a las movilizaciones populares y, en particular, a las manifestaciones en la calle. Y la Junta acepta. Más tarde, el Gobierno con el que se va a negociar hace de esa condición una exigencia fundamental, y los demócratas nos autoconfinamos en nuestras casas, el debate público se acurruca en los despachos y en los restaurantes, la política vive en la, confidencialidad y en el pacto los políticos se obstinan en encubrir, a golpe de cenas y de retórica jurídico-constitucional, los conflictos que tiene planteados la convivencia democrática de los españoles.

La muerte de Franco y la forma como está teniendo lugar el cambio abren la veda del poder. Todo el mundo se pregunta ¿y por qué no yo? La política se reduce a la ocupación, uso y disfrute del poder por sus profesionales, y dentro y fuera de los grupos, dentro y fuera de los partidos, en la cúspide y en la base, a nivel de Estado y en los ámbitos concretos, todos los que siguen en activo se polarizan en torno a ese único y, unánime objetivo. Los que no mandan quieren, cuando menos, ser alternativa de ello y la epidemia cratofílica es tan universal y los comportamientos cratomiméticos son tan imperativos que a los no contaminados, que siguen hablando de participación y crítica, que piden acciones colectivas, confrontaciones públicas, modernización del país, profundización de la democracia, se les considera representantes nostálgicos de la utopía, agentes, perturbadores e inútiles de la actitud testimonial.

Se suceden elecciones y gobiernos, leyes a medias, parches, la ambigüedad como solución o remiendo. Y en un país que después de 42 años acaba de dotarse de una Constitución democrática, la invocación decisiva del jefe del Ejecutivo no es a esa norma de normas sino a unos innominados poderes fácticos, que la debilidad confirma, que la complacencia y el silencio acrecientan, y que son los de siempre, como los poderes efectivos del país que tutelan. No, aquí, en el país real, no ha cambiado nada. Ni ruptura ni reforma. Más bien reinstitucionalización directa -ya sin la benévola, aunque a veces molesta, mediación del dictador- de las grandes máquinas del poder institucional, culminación de los procesos de dominación social iniciados bajo el franquismo. En esa situación, ¿qué prestigio le cabe a la política? ¿Qué credibilidad a la democracia?

La opinión pública, accionada desde una televisión que es, más que nunca, la voz de su amo, y que además. se ve implicada en un proceso judicial de oscuras resonancias, no encuentra estímulo y soporte en los medios de comunicacion escrita. La Prensa, semanal diaria, que en los años setenta había desempeñado un papel tan importante en la lucha por la democracia, se convierte, con las excepciones de rigor, a la pornografía y al amarillismo. La personalizaclón de la política, que es un rasgo inseparable del acontecer público del siglo XX -ahí está Lech Walesa para probarlo- se confunde con la familiaridad degradante, con la anécdota envilecedora. Las noticias, los comentarios superabundan en la cita de personas, que las letras cursivas elevan, frente a los hechos y a las ideas. a la categoría del núcleo esencial de la política, a la par que facilitan la lectura rapida. Este periodismo de Ojo de cerradura, que se regodea en el tuteo y en los nombres de pila, que va a la caza del político por frivolidad o contra retribución, que confunde la crítica con la alcoba, que ha enterrado desde la muerte del dictador once revistas ,políticas democráticas, y que ha degradado la política a un inventario de mofas, ha acabado convirtiendo la información en un mercado de turbiedades.

¿Qué, pues, sino el desencanto? ¿Cómo extrañarnos de que la participación sea cada vez menor en las elecciones, la militancia en los partidos, la presencia en los mítines, la acción en los sindicatos? Qué argumentos oponer al general De Santiago cuando, tres semanas antes del golpe, nos anunciaba en El Alcázar que el pueblo español no quería esta democracia? La España vencida y desarmada que proclamaba Francisco Franco el 1 de abril de 1939, la España que con pena y con gloria había logrado rearmarse a lo largo de casi cuarenta años de afanes y luchas, estaba, el 23 de febrero de 1981, inerme. Y' perdón por recurrir al testimonio personal. A las siete y media se suspendieron, por decisión común, las clases en la facultad en la que trabajo y nos fuimos todos a casa. A las 20.30 horas, cuando llegué a la zona de la Carrera de San Jerónimo y me paseé por el contorno que dibujaban los minibuses de la policía cerrando las calles de acceso, apenas encontré un centenar de mozalbete,; lanzando gritos fascistas. En el hotel Palace, en cuyo hall y cabinas telefónicas reconocí a posterior¡ a algunos de los grandes nombres de la conjura, sólo vi a un político: Jesús Barros de Lis.

'Y',ahora qué? A movilizarnos, de nuevo, desde abajo, por nuestros propios medios, con nuestras propias armas, las de la demo

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A las armas, con las armas

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cracia. Las recientes manifestaciones en toda España han sido un comienzo que habrá que continuar y ampliar, pues las relaciones políticas son, siempre relaciones de poder, es decir, relaciones de fuerza. Por lo que a la razón de su fuerza -«iTejero, mátalos! ¡ ETA, mátalos! »- tenemos que oponer la fuerza de nuestra razón. La inmensa España democrática. La concentración coalición arriba -Gobierno, pacto, etcétera- sólo tiene sentido como resultado y soporte -nunca condición y menos sustituto- de la movilización abajo. Lo demás es, en el mejor de los casos, inútil. Sin dar ni un solo paso atrás. La Constitución que los políticos nos hicieron casi sin nosotros, los conjurados la han hecho totalmente nuestra. Al Rey que nos legó el franquismo nos lo han transformado en el Rey de los demócratas. Esta democracia, de la que apenas nos sentíamos solidarios, la han convertido en nuestro patrimonio más intocable.

Es de nuevo la hora de la resistencia, en la que no hay sitio para los aprendices de Coluche, para sus alergias a lo colectivo, para sus exquisiteces de marginales de lujo, para su desprecio a la política. Entre otras cosas, porque ya sabemos que ese desprecio es el precio de su sumisión. Como no hay sitio para los matarifes, sean del bando que sean, ni para las insolidaridades frente al destino común de la democracia. Por eso hay que emplazar definitiva y frontalmente al pueblo vasco para que diga si está o no está con los otros pueblos de España en su lucha por la libertad y el progreso.

Es tiempo de respeto a la democracia y sus hombres, porque, como acaba de escribir Regis Debray, así se llama, aquí y ahora, la resistencia. Y quienes hoy la escarnecen con sus comadreos y desplantes, quienes la venden a ,tanto el chisme o la palabra, mañana, como ayer, se prostrarán respetuosos ante el sable. Es tiempo de rigor y coherencia. Y quien se felicita de coincidir con Reagan en la actualidad de sus planteamientos económicos, no debe olvidar que en esa misma actualidad está el divorcio que forma parte de su vida personal. Porque, o aceptamos nuestra contemporaneidad occidental o nos quedamos con nuestra sempiterna «diferencia».

Pero la democracia que es, en sentido estricto, una forma de organización política del Estado y, en su más amplia acepción, la materialidad de unos comportamientos interinduales y colectivos, es sólo medio de fines y su única razón de ser es su ejercicio. No la secuestremos, pues, en sus puros principios, no la preservemos para nada. Sartre, para terminar El ser y la nada y La crítica de la razón dialéctica, tomó bastantes anfetaminas. Un día alguien le preguntó si no creía que hubiese vivido mejor y más tiempo si no hubiera tornado estimulantes. Y el filósofo contestó. «Y ¿para qué quería yo la vida sino para escribir lo que he escrito?», y nosotros ¿para qué queremos la democracia, sino para que los españoles sean más libres y más iguales? Porque eso es, políticamente, la felicidad.

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